28/4/07

La Niebla

La arena de la playa se pegaba a sus pies, los enharinaba, lijándolos suavemente al hundirse bajo el peso de sus pisadas. Ante ella se extendía la niebla, de un gris amarillento, cubriendo la superficie del agua. Tan solo una tenue puntilla asomaba bajo el faldón grisáceo, lamiendo la orilla.

Era como un muro. Un muro quieto separándola de la barca, de la luz, de todo cuanto no fuera el palmo y medio de espacio a su alrededor. Sabía hacia que lado estaba el mar por la blonda que lamía sus pies. Y nada más. Alrededor todo era infranqueable, inasible, fantasmagórico.

- La muerte debe ser igual que esto -se dijo, con una sensación de angustia subiéndole desde la boca del estómago- Nada. Ni siquiera oscuridad. Solo una masa amorfa, envolviéndote.

Allí, quieta, tratando de mantener la calma, de no dejarse llevar por el pánico, se imaginó a sí misma respirando la niebla, volviéndose, como ella, insustancial y gris, apenas un cúmulo de gotas de agua flotando sobre el aire. Y a cada pensamiento, con cada bocanada de aire que aspiraba, aquel pensamiento se convertía en certeza, y la certeza en realidad -intangible-. Su cuerpo se fundía, sus vestidos se vaciaban de contenido.

Cuando al subir el sol quemó la niebla y la hizo huir, un par de horas después, nada quedaba de ella a la orilla del agua. Tan solo un amasijo de ropas alborotadas. Los pescadores dieron en pensar que, voluntaria o equivocadamente, se había adentrado en la mar.

Pero a María se la llevó la niebla, convertida en deshilachado copo de nube. Y nunca regresó.



Domingo, 25 de febrero 2007

Partida de billar


Los dos y nuestros cafés, arropados por las luces tenues de la cafetería. Sin demasiada parroquia, las conversaciones que nuestros vecinos de mesa mantienen son apenas un murmullo de fondo que rompe, de tarde en tarde, alguna risa o el entrechocar de las tazas y las copas.

Al fondo del local, bajo una luz cenital, extiende sus pastos verdes un pool de billar. Madera oscura y pulida. A su alrededor, varias banquetas flanquean las fronteras.

- ¿Jugamos?
- No sé jugar. Juega tú, y te miro.
- No pretenderás que juegue una partida solo... venga, anímate. Te enseño.
- Soy muy torpe.
- Yo también. Seremos dos torpes jugando al unísono.


Sin demora te levantas y caminas hacia la mesa. Eliges, con no demasiada atención, un par de tacos de diferentes longitudes. El mío –no sé por qué- más corto.

- Tú eres más chiquita

(Claro... -me digo- yo soy más chiquita... así que necesitaré un taco más largo para alcanzar el centro de la mesa ¿no?) No tenemos ni idea. Solo pensarlo me pinta una sonrisa. No tenemos ni idea... pero vamos a jugar. Porque de lo que sí tenemos idea, y mucha, es de que nos gusta jugar.

Partida. Las bolas de colores quedan agrupadas en el triángulo de pasta negra que, luego, levantas.

- Elige. ¿Lisas o rayadas?

Automáticamente pienso: “Me da igual el color de las bolas. Total, no voy a ser capaz de meter una...”

La bola blanca. La bola negra. Un surtido de esferas coloreadas, con un número inscrito. Visto que soy novicia, empezamos con un continuo de quince bolas... no vamos a complicar las cosas desde el primer momento. Arrancas y todas salen disparadas, cada una hacia un lugar distinto. Ninguna de ellas entra en el agujero. Me toca.

(Demonios... ¿cómo se sujeta esto?). Me estoy haciendo un lío con mis brazos y el billar. Es entonces cuando te acercas, hasta quedar pegado a mi espalda:

- Extiende el brazo izquierdo. Así ¿ves? Sujeta la punta del taco, suave, que pueda deslizarse sin trabas, pero guiada. Ahora, apunta. Tienes que golpear en el centro de la bola blanca, presta atención, que golpee sobre la parte exterior de...

¿Qué preste atención? ¡Cómo voy a prestar atención, si te tengo pegado al cuerpo! Todo lo que estás diciendo se convierte en un murmullo indistinguible, susurrado a mi oído. ¡Qué calor hace aquí!... y me está entrando la risa boba. A ver, no, espera, me voy a poner seria...

- Vale. Golpeo la bola blanca y ...

¿Esto es un golpe? El taco se desliza desde mi mano, entre mis dedos, empujando la bola como quien barre. ¡Jesús con la dichosa bola! ¡qué calor hace aquí! ¿no? ¿no?. Bebo un sorbo de café, que se está quedando helado. Te colocas, apuntas, golpeas la bola y una de las rayadas sale disparada hasta ir a perderse en la oscuridad. ¡Clonc!... otro golpe, un fallo.

- Te toca.
- Voy. Ya voy.


Esta vez lo intento con algo más de seriedad y, sorprendiéndome a mí misma, la bola choca contra el lateral de la mesa y rebota, deslizándose casi alegremente dentro de una de las troneras laterales. Nuevo intento... allá voy, miro fijamente la bola blanca y trato de buscar el camino que cruza el verde hasta una bola intensamente roja. Pero al otro lado de la mesa me pierdo en tus tejanos. ¿Lo estás haciendo a propósito? Maldita sea... ¡pues no se me ha escap...!

- ¡Muy bien! ¿ves como puedes?

Salpicón de besos y achuchones. En el bar cada quien está a lo suyo, y nadie parece interesarse por dos bobos que juegan a jugar al billar.

- No veo nada. Bueno, sí veo algo, pero no es lo que se supone que debería ver...
- ¿Qué...?
- A ti. Quítate de delante cuando estoy intentando concentrarme. Me pierdo en otro taco.
- Tonta.
- Tramposo.


Más besos. ¿Por qué saben más dulces tus besos cuando estamos jugando? Incógnitas de la ciencia. Sea como sea, no consigo concentrarme en las bolas. Clinc-clonc-clac, tacada, rebote, entrada. Me pierde tu culo. Y esa pose. Joder, esa pose...

- Nena, tu turno...
- ¿Eh? Ahh... voy, voy, voy.


Aferro el taco. Me inclino de nuevo sobre la mesa, respiro hondo... pasas, me rozas, me distraigo: (’cusha, que postura más sugerente... ¿y si ya que estamos...?)

- Nenaaaaa... vengaaaa, ¡dale a la bola ya...!

¿Qué le dé a la bola? –pienso, y me muerdo la lengua para no seguir pensamiento arriba- Malditas sean todas las bolas menos dos, joderyaquecalorhaceaquí...

Poco a poco, entre risas, bromas y veras, una tras otra van cayendo al saco las bolas de colores. El café se ha quedado vacío, solos los tres –la camarera está al otro lado del tabique, tras la barra-, la música suave y el rítmico entrechocar de las esferas, puntazo va, puntazo viene.

Gano. Me sorprende ganar. Me huelo el tongo... tú lo que tienes son ganas de que me engolosine con este juego, y prisa, mucha prisa, por jugar a otro.

- ¿Ves? No era tan difícil.
- No. No era tan difícil.
- ¿Otra partida?
- Bueno... pero la próxima sobre hilo, no sobre fieltro. El taco lo pones tú.


Risas. Más risas. Muchísimas más risas. Y, mientras me aprieto contra tu cuerpo, puedo sentir el fuego prendido hasta en la música:

You give me fever...





Viernes, 19 de Diciembre de 2006

MARS (Un cuento de juguete)



- Mamá... ¿es verdad que hay hombrecillos verdes en Tierra?

- ¿Quién te ha contado eso, Badger?

- Minx dice que su padre le ha contado que Tierra fue una vez un planeta azul, lleno de agua y de plantas, y que lo habitaban unos hombrecitos pequeños y verdes.

- El papá de Minx tiene mucha imaginación, Badger, no olvides que su trabajo es contar historias.

- Pero esa historia podría ser verdad ¿no?... quiero decir, ¿por qué vamos a estar solos en todo el Universo? En alguna parte tendrá que haber más gente, mamá...

- Seguro, Badger, en alguna parte, pero no en Tierra. Todo el mundo sabe que es un planeta estéril y desolado. ¿No atiendes a tu profesor de Ciencias Estelares?

- Pues el profesor de Historia Marciana dice que hay una leyenda sobre el origen de Marte que cuenta que toda la raza marciana procede de Tierra.

- ¿Eso dice tu profesor de Historia? Vamos Badger, no me lo puedo creer... además, las leyendas son solo eso, leyendas. A este paso acabarás creyendo que en la antigüedad teníamos seis brazos y antenas.

- ¿Y si fuera verdad? ¿eh, mamá? ¿Te lo imaginas? ¡Podría haber gente allí todavía, viviendo en cuevas subterráneas o algo así? ¡Tendríamos que ir a explorar!

- Está bien Badger, cariño, pero ahora duerme ¿de acuerdo? Mañana tienes el exámen de música y tienes que estar descansado. O Minx se quedará con tu plaza en el Auditorio.

- Uhmmmm, vale... pero seguro que los niños de Tierra no tenían que estudiar clases de música, ni ir al Auditorio, ni aprenderse los nombres de todos los fosos.

- Seguro que no, pero tú eres un niño de Marte y tienes que convertirte en un adulto de provecho, así que irás al Auditorio, aprobarás tu exámen de música y seguirás estudiando todo lo que haga falta. No querrás que Marte también acabe por convertirse en un planeta estéril solo porque no sepamos cuidarlo ¿verdad?. Me apuesto algo a que eso fue lo que pasó con los hombrecitos verdes de Tierra... como sus niños no estudiaban cuando fueron mayores no supieron cuidar de su planeta y se les murió.

- Ah... a lo mejor fue eso lo que pasó. Mañana se lo diré a Minx.

- De acuerdo, Badger. Pero eso será mañana, ahora duerme y descansa, cariño. Buenas noches.

- Hasta mañana, mamá...




Martes, 5 de Diciembre 2006

El ladrón de palabras

A diferencia de otros compañeros, Zebulón había llegado a la comunidad a una edad avanzada. En realidad había sido gracias a un golpe de desgracia, después de perder su empleo como dependiente en unos grandes almacenes. Cuando la ruina se aposentó en su vida y le quedó poco menos que nada por perder, lanzarse a por lo desconocido fue una aventura entre suicida y liberadora.

Claro está que otros, más jóvenes y ágiles que él, llevaban años de práctica en el oficio. Pero no tenían tanta dedicación, ni contaban con el acicate de su desesperación. El hambre ayuda, indiscutiblemente, a llevar a cabo las más arduas conquistas.

Así fue como, despacio, Zebulón se propuso aprender a robar palabras. Empezó con cautela. Robaba un verbo aquí, un adjetivo allá. Primero los cazaba al vuelo, sin tener un plan prefijado. Eran vocablos normales, que brillaban levemente en el batiburrillo de conversaciones ordinarias, como puede brillar un encendedor metálico en el interior de un bolsillo, o un portamonedas de lentejuelas en el fondo de un bolso. Pero, lógicamente, las palabras más comunes no se pagaban con demasiada generosidad. Los escritores, su clientela más habitual, o los políticos, astutos perseguidores de términos melifluos, hiperbólicos o retorcidos, no abonaban con la misma largueza un vulgar "tergiversador" que un contundente "hegemónico" o un esquizoide combinado de "dicotomía plural descentralizadora"... que nadie sabía lo que significaba, pero como cualquier traje nuevo de viejos emperadores, vestía muchísimo porque nadie quería reconocer su incapacidad para comprender el significado.

Zebulón aprendió a utilizar sistemas estratégicos: se colaba por internet y perseguía concienzudamente los bancos de pedantes que se movían entre las mallas de la red de redes, como sardinas plateadas en el mar, cubiertos de palabras brillantes, sonoras y apenas conocidas. En un principio, mientras estudiaba el terreno, explotaba los campos de chat, pero no tardó en darse cuenta que el vocabulario de la mayoría de aquellos espacios era limitadísimo y se arriesgaba, si no ponía atención, a perder lo que tenía almacenado en lugar de hacer nuevas capturas. Poco después, sin embargo, la Fortuna le vino a sonreír, mostrándole el camino de los foros. En los foros las palabras se quedaban prendidas sin fecha de caducidad a corto plazo, aunque a veces tenía que ser extremadamente ágil, pues algún que otro usuario sustituía los términos más complicados en provecho de una comunicación fluida. Las capturas aumentaron de forma considerable y Zebulón alcanzó grandes beneficios.

Las cosas hubieran discurrido de forma ventajosa para Zebulón, de no ser porque, a fuerza de andar siempre cazando los términos más llamativos, hermosos, complicados o curiosos, acabó por aficionarse a utilizarlos y, un día, combinó unos cuantos en hileras ordenadas, imitando cuidadosamente la forma en que los había visto utilizar por sus clientes.

He aquí que Zebulón escribió un libro, con todas las palabras robadas.

Y al pobre infeliz lo condenaron, por plagio.



Sábado, 2 de Septiembre 2006

La casa blanca

En la distancia la casa blanca parecia una caja de zapatos, abandonada sobre la ladera parda, salpicada de matorrales prendidos como borlas amarillentas en una malla imperceptible. El camino trepaba bajo un sol cenital y abrasador, que aplastaba las lagartijas contra las pequeñas piedras de la senda, o las hacía correr como locas sobre las puntas de sus diminutas garras, hurtando el vientre del contacto con la sartén de piedra, a esconderse en las grietas del terreno, o bajo los arbustos.

A medida que te acercabas podías percibir las irregularidades de las paredes de cal y ver la puerta oscura que se abría, como una boca que bostezase adormilada al sol. En cuanto traspasabas la entrada el ambiente cambiaba, se tornaba umbría fresca, húmeda caricia, invitadora. Cruzabas las habitaciones en sombras, con la luz colándose a hurtadillas a través de las persianas de madera verde asomadas al patio, como si todos los ojos de la casa fuesen introspectivos y mirasen a su corazón y no hacia su piel.

El patio era un vergel, un oasis verde, un mundo aparte. Los azulejos al sol chispeaban sus flores esmaltadas, sus arabescos, sus geometrías estelares. El suelo acariciaba los pies descalzos, caliente bajo el sol y fresco allá donde las copas del limonero y el olivo dibujaban telas adamascadas, cruzándose con las líneas más oscuras de la pérgola y su cubierta de hiedra, buganvilla y biznagas.

Y la fuente. Un murmullo fluctuante, que tintineaba en una escala musical armónica cuando el agua se lanzaba en picado desde la vertical del surtidor contra el cuenco estrellado de la pileta, un octógono de mosaicos blancos, azules, verdes, un laberinto donde un pequeño hilo dorado, abandonado por una Ariadna ausente, buscaba la salida.

En el corazón de ese patio, donde latía la fuente y asombraban los árboles, Isabel se acomodaba en su sillón de enea, sosteniendo entre sus dedos largos la circunferencia de madera del bastidor y en ella dibujaba otros jardines, complicados y oníricos, donde las flores más exóticas convivían en poses imposibles con aves fantásticas, con dragones y peces dorados, con bocas habitadas por besos de caramelo.

Arrinconadas por algún manotazo del viento, entre hojas secas y vilanos polvorientos, aleteaban las hojas de papel marfil, sembradas de letras como patas de araña, azul royal, con su caligrafía tan peculiar, abierta y generosa, llena de ondas expansivas. La misma caligrafía que había llamado a mi buzón, poco tiempo antes, para invitarme a invadir su refugio, el patio-oasis que casi nunca abandonaba porque la vida se había acostumbrado a llegar y acomodarse en su regazo para dejarse acariciar y ya no tenía que salir a buscarla.

Sobre la mesa dormitaba la vieja pluma-fuente, y un libro de tapas cruzadas por diminutas cicatrices, un libro que mostraba señales de estar vivo, de ser acariciado con los dedos y los ojos. Y yo quise ser libro y no abandonar jamás las manos de Isabel. Las manos de color canela que acariciaban la seda, el papel y los pétalos.

Así llegué a la casa blanca y no deseé apartarme de su sombra fresca y fértil. Convertido en un árbol hambriento de aquella tierra oscura que me había prendido las raíces.



Miércoles, 6 de julio 2005

Pot-au-feu

Cuando abrí la puerta lo primero que advertí fue un olor denso y dulce, que se enredaba a mí como los velos ondulantes de una bailarina egipcia, abrazándome desde el primer momento, sin darme tiempo para otra cosa que desprenderme de la chaqueta y el maletín y abandonarlos precipitadamente en el perchero del vestíbulo. Era una de aquellas tardes que Lola dedicaba a su magia de lumbre y caldero.

Ver cocinar a Lola me resulta hipnótico y seductor. Me quedo atrapado en su telaraña de aromas, texturas, sonidos y colores. Por eso, cuando guisa, acostumbro a acurrucarme en un rincón de la cocina, como un “voyeur”, atisbando sus más pequeños gestos. Las sesiones culinarias de Lola acaban siempre, inevitablemente, mucho más allá de la mesa y el mantel.

Aquella tarde no iba a ser distinta: Crucé el umbral y la vi de espaldas, inclinada ligeramente mientras mechaba y ataba una pieza de carne. El lazo de su delantal oscilaba, culebreando sobre sus nalgas amplias cubiertas por la camiseta corta, que permitía ver sus muslos casi en toda su extensión, escatimando sólo un breve trozo de carne al norte de aquellas dos columnas de nogal pulido. Ya me perdía en los hoyuelos de la parte posterior de sus rodillas cuando, girando levemente la cabeza al oírme, esbozó una sonrisa y un gesto de bienvenida.

- ¿Ya llegaste? Si esperas que termine con esto te preparo algo para picar.

“¿Quién querría picar nada que no fuera tu carne, Lola?”, dije para mí mismo. Sin embargo asentí, ansioso por hacerme un lugar en la cocina y poder disfrutar el espectáculo.

Hacía calor; tal vez por el horno encendido o el vapor de las ollas al fuego. O pudiera ser la sangre, que había emprendido una carrera feroz por mis venas.

Del pañuelo de flores que recogía pulcramente sus rizos negros escapaban, sobre el precipicio vertical de su cuello moreno, guedejas enroscadas sobre sí mismas, como zarcillos de hiedra oscura. Las pequeñas bombillas halógenas empotradas en el techo les arrancaban brillos metálicos, pues su pelo estaba empapado de sudor, igual que ella. Exudaba un olor dulzón, parecido al de ciertas orquídeas, ligeramente pegajoso, que se mezclaba con el del contenido de las cazuelas en una combinación extraña y atrayente.

Sus manos no paraban quietas. Frotaba una pieza de carne atada con bramante, masajeando con sus dedos largos empapados de aceite, hierbas y especias, acariciándola por toda la superficie. Imaginé aquellos dedos acariciándome a mí, y antes de darme cuenta tenía una erección imposible de disimular. Tragué saliva y carraspeé sin que ella, concentrada en su tarea, me hiciera caso. Con el movimiento, sus pechos se mecían bajo el fino algodón de la camiseta, y a cada bamboleo los pezones se insinuaban, desafiantes, bajo el tejido.

Su voz, grave y sensual, rasgó la imagen como si fuera de papel:

- Acabaré enseguida.


Me levanté a servirme una copa de vino, más por tener las manos ocupadas que por necesidad de beber.

- ¿Quieres?
–le pregunté.

- Uhmmm… sí, por favor. La botella de la izquierda es nueva, probémosla – me indicó, al tiempo que empuñaba un cucharón para remover suavemente la crema que espesaba en un cazo; sus dedos envolviendo con firmeza el pulido mango de madera.

El vapor caliente coloreaba sus mejillas y las hacía brillar. Mientras yo servía el vino, examinó con atención la mezcla y, alzando el cucharón goteante, asomó la lengua entre los labios carnosos para tentar con cuidado la punta cremosa, relamiéndose después y emitiendo un ligero chasquido.

- Creo que le falta un poco –anunció, pensativa y, antes de que me diera tiempo a reaccionar, hundió su índice en la superficie de la salsa y me lo ofreció. A punto estuve de derramar las copas cuando la carne tibia se introdujo en mi boca. Paseé la lengua alrededor de la falange, mordisqueando la punta del dedo, succionando con ansia. Ella dio un tironcillo ligero soltándose...

- ¡Ehhh…! ¡Caníbal! ¡Mi dedo!

- Lola… -gemí.

- Después. Ahora estoy ocupada.

Deslicé mi mano bajo su delantal, tirando de la camiseta en un desesperado intento por tocar su piel. Por el camino, tropecé con la cintilla breve de las braguitas en sus caderas y la usé de guía para alcanzar a tientas el sexo, al sur boscoso de su vientre. Hundía ya los dedos en los rizos húmedos cuando hurtó el cuerpo y se separó de mí.

- Eres tremendo. Déjame acabar de preparar esto para meterlo en el horno. Dame cinco minutos.

Me aparté, con desgana y no poca frustración. Lola me observaba fingidamente seria, pero con una chispa endemoniada en las pupilas, centelleantes como libélulas noctámbulas. Después, dejó escapar una risa suave y volvió a su tarea. Canturreaba como una niña desenfadada; o como si hubiera acertado en una nueva receta para su colección de platos mágicos.

- ¿Tienes hambre?

- Voraz. Estoy famélico. No puedo esperar… -y ambos sabíamos que no me refería al asado precisamente.

- Me daré prisa. Alcánzame esa fuente. ¡Vamos…! no te quedes ahí quieto…

Aceleró sus movimientos entre las bandejas, mientras yo contemplaba las evoluciones de su cuerpo y apresaba, de vez en cuando, la visión fugaz de sus braguitas mínimas cuando se estiraba para alcanzar algo. Sus pulgares hendían, uno tras otro, varios higos maduros que colocaba sobre un lecho de gruesas ruedas de manzana. Las drupas moradas, entreabiertas rodeando la carne, eran recuerdo y tentación.

Por fin, abrió la puerta del horno y se inclinó para introducir la bandeja del asado, mostrando al hacerlo el hendido plenilunio de sus nalgas, apenas cubiertas de encaje azul. La rueda del temporizador crujió de dientes entre sus dedos mientras ella se erguía, desafiante, girándose hacia mí al tiempo que, con una sonrisa seductora, me susurraba:

- Tenemos una hora para el aperitivo. ¿Qué te apetece?

Sin pronunciar palabra, me abracé a ella para deslizarme sobre su carne firme, mordiendo la piel centímetro a centímetro, y arrastrando su ropa hasta encontrarme arrodillado sobre las baldosas de la cocina, entre sus piernas morenas, frente a su vulva que, como un dátil maduro, separaba sus labios para ofrecerme el interior, húmedo y dulce.

- ¿Acaso hay algo que pueda apetecerme tanto como tú?

Enterré mi rostro en aquel cuenco y la arrastré conmigo, sin manteles.



Domingo, 17 de Abril 2005

Laura ya no vive aquí

A través de la ventana el paisaje es cemento y uralita, asfalto y ladrillo. Las gotas de lluvia se pasean por los cristales, haciendo slaloms entre los frágiles copos de nieve que se derriten a su paso.

Los ojos de Laura no ven el cemento, miran más allá, al otro lado de las nubes, y contemplan los cálidos rayos del sol iluminando una playa y haciendo brillar las pequeñas olas que burbujean sobre la superficie azul del mar.

La arena bajo sus pies es tibia, con una tibieza que invita a tenderse en ella. Tiene el tacto de la piel de un amante, suave, pero firme. Se adapta a sus curvas, la abraza en su dureza, la retiene sin forzar. Laura se siente bien, en ese mundo extraño donde el tiempo y el espacio no existen, exiliados en la otra cara de un lienzo intangible.

Con los ojos cerrados Laura rueda desnuda sobre la arena de una playa azul y la huella de su cuerpo traza el dibujo de la eternidad.

Fuera de la ventana, al otro lado de sus ojos cerrados, la lluvia sigue golpeando, monótona y helada, los cristales.


Jueves, 7 de Abril 2005

Nostalgia

Como música de fondo suena The way we were. El piano desgrana las notas como si fueran gotas de agua zambulléndose en un estanque y un violín hace las hace revolotear en las ramas de un pentagrama.

Estoy sola en el cuarto y me dejo mecer entre unos brazos intangibles. Reclino la cabeza sobre un pecho ficticio y una lágrima se desliza por el tobogán. Me rodean tus libros, nuestros libros; tu música, nuestra música, me rodeas tú, que ya no estás.

Lloro demasiado últimamente, sin razón alguna, sin un motivo que justifique la tristeza. Es como si en algún lugar, ahí dentro, una vieja presa se hubiese agrietado de arriba abajo y dejase escapar su contenido de sombras y recuerdos. No hacen apenas ruido al fluir, pero lo empapan todo. Comprendo que, de alguna manera, esa marea imparable me permite aferrarme todavía a cosas que ya no existen, ni pueden regresar.

Y es entonces cuando asoma aquella vieja canción, la que canturreabas siempre, en serio o en broma, para disfrutar de la melodía o quejarte. ¿Recuerdas? Habías creado incluso tu propia versión escatológica, y cuando la cantabas yo sabía que estabas furioso…

Feelings, nothing more than feelings,
Trying to forget my feelings of love.
Teardrops rolling down on my face,
Trying to forget my feelings of love.


Tú no volverás y, algunos días como hoy, siento que tampoco existe una razón de peso para que yo continúe aquí, con la esperanza puesta en algo que solo vive en mi imaginación.

Feelings, feelings like I've never lost you
and feelings like I've never have
you again in my heart.

Feelings, for all my life I'll feel it.
I wish I've never met you;
you'll never come again.

Feelings, feelings like I've never lost you
and feelings like I've never have
you again in my life.


¡Cuánto te echo de menos…! ¡Qué falta me haces!


Sábado, 26 de Marzo 2005

Carta a Esaú

Casi doscientos días pasaron ya desde nuestra despedida. Uno tras otro, sus soles fueron cruzando el horizonte. Desde entonces, la luz, que comenzó encogiéndose de frío por tu ausencia, se estira poco a poco, como si pretendiera alcanzarte y traerte de regreso. De perlas blancas se han llenado los dedos huesudos de los cerezos. Los míos esperan todavía para poder rozar tu piel.

Copié tu antiguo gesto y dibujo espirales sobre mi vientre, arropada en las sombras, aunque el hoyuelo diminuto donde buceabas no existe ya. Se ha transformado en el cono de un volcán, diminuto así mismo. Bajo su cúpula late el pequeño corazón de un pájaro de fuego. Escuchando su canto me duermo por las noches.

En primavera nacerá nuestra hija. Como tú, llevará en el nombre la huella de la ciudad donde, sonámbulos, nos conocimos y enredamos nuestros sueños. La ciudad del deseo, perfecto laberinto de calles que conducen a un paraíso protegido, gemelo al laberinto que recorremos cuando, siguiendo un hilo heptacromático y tenue, alcanzamos el corazón de nuestra burbuja azul, del lado oculto de la luna.

Tu hija y yo conversamos sobre ti. Reescribimos tu historia con palabras que ninguna pronuncia, palpamos tu sombra, te acariciamos, soplamos sobre tus párpados dormidos para alentar tus sueños, buscamos tu latido para completar el compás de los nuestros. Ignoramos cuanto tiempo aún habremos de permanecer sin tus caricias. En ocasiones, eso la enfurece. Mi cuerpo es para ella, entonces, una jaula que la aprisiona entre muros de carne y barrotes de sangre, impidiéndole correr a tu encuentro. Empuja, patalea, golpea airadamente todo cuanto encuentra a su alrededor, hasta que ambas terminamos exhaustas, sin fuerzas para más.

Mientras, pasan los días, y gira de nuevo el paisaje del valle. Cuando llueve cruzo el portón y dejo que la lluvia nos empape, dibujando ríos y cañadas, como hacíamos juntos cuando estabas aquí. Bajo el aguacero, imagino que es tu boca, y no las tibias gotas de la lluvia, la que recorre mi piel.

Imagino tu regreso, camino arriba, demorándote en todos los recordos hasta alcanzar el seto verdinegro, recubierto de escaramujo y zarzamora que envuelve nuestro hogar.

Soplo los vilanos. Sujeto a su plumón este mensaje y el viento los arrastra, pronunciando tu nombre como un eco:

Esaú, Esaú... mis brazos están huérfanos.


Martes, 8 de Marzo 2005

Carta prohibida a un amor ausente

¿Donde andarás?. Hace frío. Estoy aquí sentada, meditando, dando vueltas a pequeñas naderías. Decidí ponerme a coser (esta vez trapos, no historias). Pero la mente pasea mientras las manos trabajan...

La vida se ha instalado en una rutina insidiosa, y aún así preferible a los sobresaltos a los que me tenía acostumbrada. Ya no hago planes. Tengo la absurda sensación de que ocurrirá algo que los desmorone. Vivo al día, o tal vez simplemente deambulo por la vida.

Océanos de preguntas. No tengo nada. No sé nada. No veo nada. No quiero nada. Soy pequeña, limitada, el amor me viene grande. Vuelvo a la costura. Las puntadas se persiguen, derechas, unas a continuación de otras. ¡Ojalá pudiera alinear con tanto orden mis pensamientos!. ¡Que alboroto dentro de esta cabeza!. Si los dibujo para ti, sobre el papel, quizás sea capaz de encontrarles sentido.

La noche avanza. No veo la luna, aunque sé que navega por ahí arriba, porque la vi, muy temprano, cuando el cielo aún era azul y estaba brillante de sol. Andaba alta, próxima ya al plenilunio, panzuda como una embarazada a punto de parir miles de estrellas. Por los patios maúllan los gatos, como todas las noches. Y dos borrachos discuten a voz en grito, hasta que alguien les amenaza desde una ventana, harto de que no le dejen conciliar el sueño. El mismo sueño esquivo que yo no alcanzo y a ellos les escamotean.

Detengo la aguja, suelto la labor, cierro los ojos. Te dibujo en mi mente... sí, creo que es el momento perfecto para hacerlo. Y se me eriza la piel de pensar en las yemas de tus dedos trazando líneas sobre su orografía. De pensar en tu boca dibujando caminos. Y se dispara una chispa, prendiendo brasas del vientre al pecho. Carne. Latidos. Humedades. A falta de tus tactos me recorren los míos. Cosquillean entre los senderos que va abriendo la memoria. Esta boca la habitó tu lengua. Aquí se posaron tus labios, aquí rozaron tus dientes, más abajo anudamos dos hambres, devoramos, bebimos. Mil sensaciones contenidas en las puntas de los dedos. Roces insinuados sobre órganos lamelibranquios, expediciones al fondo de la sima. Aquí se derritió la carne en borbotones de espuma blanca y dulce. En este caldero se mezclaron ansiedades y miembros. Recorre, busca, golpea el atanor de la memoria del sexo húmedo, que recuerda por su cuenta y riesgo. Así el cuerpo se me enciende, entre mis propias manos pensadas como tuyas, metamorfoseadas en ti, y se abre desesperado y voraz, fagocitando falanges que recrean un burdo remedo de tu sexo imbricado en el mío. Hasta explotar, ahíto de la nada, reverberando la carne en un tembloroso latido, jadeante, próximo a la pequeña muerte... tan solo falta un aroma, tu aroma.

El sueño se insinúa. La costura quedó abandonada. Sin frío por fin, me deslizo bajo el edredón. Lástima de tu ausencia, que ha dejado mi cama vacía. Son las cuatro, dos horas para soñarte. Y en el último parpadeo todavía se abre paso una pregunta:

¿Porqué contigo, casi siempre ausente?.


Domingo, 7 de Noviembre 2004

A las cinco, en La Plata

El figón se llama “La Plata”. Su puerta se abre tras una cortina de canutillo, entre la vieja cordelería y el cuchitril del remendón.

A media tarde, cuando, después de comer, los escasos parroquianos se van, Pitanza, el dueño, sestea en la penumbra fresca, con la cabeza recostada entre los brazos y su corpachón seboso desbordando una vieja silla de enea, al sur de la barra. Sus ronquidos dominan sobre el monótono batir de las aspas del ventilador y el zumbido persistente de una mosca, engolosinada con los restos pringosos al borde de un vaso.

Fuera todo está quieto. La calle parece un horno, bajo un sol inmisericorde que arranca sudor a los adoquines. Las lagartijas boquean, huyendo a buscar refugio. Al otro lado de la puerta de la cocina, cerrada para no molestar el sueño del amo, Soledad, su mujer, recoge y pasa la fregona por el suelo de baldosa roja, canturreando bajito. Un quejío ronco que vibra en su garganta. En la cocina bulle una cazuela con caracoles. El sudor resbala en regueros, adentrándose entre sus pechos y pegándo la blusa a su piel morena.

Al terminar seca las manos en un paño de cocina y entreabre una rendija de la puerta; comprobando que su marido duerme para volver a cerrar, echando el pestillo. Del interior de un tarro de especias saca un puñado de hebras de tabaco y un librillo de papel de fumar.

Con un suspiro quedo, de fatiga, se sienta a la mesa. Sus dedos hábiles reparten la hebra a lo largo del papel, con atención. Soledad sólo tiene dos vicios que oculta a Pitanza; uno es liar un cigarrillo cuando recoge la cocina; otro, la sombra que cruza en ese preciso momento la puerta trasera: Rafael, el patrón del “Tormenta”.

Al paso del hombre se cuela un haz luminoso, guillotinando la penumbra, convirtiendo las baldosas húmedas en un charco sangriento, hasta que, con un sigiloso chasquido, Rafael cierra la puerta a sus espaldas y las sombras renacen.

¿Duerme? – pregunta.

Ella demora un instante la respuesta, mientras el vértice de su lengua asoma, como un fresón en sus labios entreabiertos, humedeciendo el borde del papel. Termina de liar el cigarrillo, con parsimonia, antes de responder:

Su siesta es sagrada.

Un tono despectivo se deja sentir en su voz.

¿El sueño de los justos? –masculla él. Y la mujer sonríe, levemente irónica.

Más bien el sueño de los mansos, Rafael.

Él se acerca, hasta quedar frente a ella, sus largas piernas rozando las entreabiertas rodillas.

Mujer, eres un demonio
–murmura y, mientras lo hace, su mirada resbala por la piel húmeda, el precipicio al borde de su escote, los pechos redondos y erguidos, el talle esbelto, la cintura estrecha y los pliegues suaves de una falda que envuelve las caderas amplias y dibuja laderas floreadas sobre unos muslos largos y firmes.

Ella levanta la mirada y ríe bajito, ronca, pero abiertamente, mientras alza los brazos y se desprende de las peinetas, dejando caer su pelo negro como una cortina.

Te vas a condenar al fuego del infierno.

De cabeza al infierno, sí señora –dice, mientras se arrodilla ante la dársena abierta frente a sus ojos.

Sus manos, ásperas de mar, rodean los tobillos y ascienden piel arriba, acariciando las pantorrillas suaves, entreteniéndose en el hueco bajo las corvas. Milímetro a milímetro los pulgares arrastran la falda, hasta dejar al descubierto los muslos... y más. Las manos de Soledad atraen despacio la cabeza del hombre hacia su sexo. Un olor limpio, ligeramente acre, a hembra, le inunda la nariz cuando entierra el rostro en el hueco de sus ingles, cubiertas de blanco algodón. Arrastra despacio los labios, rozando la superficie acolchada por un nido de vello rizado. Los muslos se tensan levemente cuando las manos de Rafael se aferran a las nalgas, empujándolas hacia su boca. Un gemido sordo brota de la garganta de Soledad, que se desliza al borde de la silla. La lengua del hombre persigue el elástico de algodón, insinuándose entre el vello, humedeciéndolo con suaves toques hasta que, en un gesto brusco, desgarra la tela, precipitándose en busca de la vulva escondida bajo aquel bosque oscuro. Los muslos tiemblan, abiertos de par en par ante la invasión de aquella lengua voraz, que recorre los rincones y se hunde profundamente, como un falo minúsculo y ágil, intentando alcanzar el fondo.

Rafael...

Ella gime, quedo, y él la tiende en el suelo para después cernirse, encajado su cuerpo entre aquellas tenazas morenas, resiguiendo su costado con las manos y arrastrando hacia arriba los brazos femeninos, firmemente sujetos por las muñecas, contra el terrazo rojo. El movimiento alza los pechos, los pezones apuntando al cielo, bravíos, ofreciéndose como dátiles oscuros antes su boca.

Soledad...

En un instante, todo se vuelve un torbellino de brazos y piernas enredados, de bocas que muerden, devoran la carne tibia, viva; dedos como tentáculos que buscan, indagan, hurgan bajo la ropa. La palma de una mano se desliza sobre un vientre y se hunde, a la captura de un sexo húmedo, caliente. Los dedos de Soledad envuelven acariciantes la verga, deslizándose como anillos desde el glande hinchado y brillante hasta la base. Un vaivén lento, sugerente. Luego, la boca sustituye a los dedos, lamiendo, envolviendo la carne en una vulva armada de marfil y una lengua de fuego.

En ese instante, tintinean fuera los canutillos de la cortina. El ronquido se detiene cuando la voz de Romerito, el cordelero, despierta al patrón, mientras en la cocina pone en pie, sobresaltados, a los amantes:

Ponme un vinito, Pitanza, qu’estoy seco de la estopa.

La silla de enea cruje cuando Pitanza se levanta para atender.

¿Qué horas son éstas, Romerito, mamón...? ¿no tiés ná más q’haser que joderme la siesta?

Mientras no te joda la mujer, tú tranquilo...

¿Soledá...? Quisieras tú echarle mano a mi jaca, bribón... pero no te caerá esa breva. Soledá lleva la rienda corta y yo tengo la vara larga. Bien sabe esa lo que le conviene.

Zanahoria y palo, como a todas... y montarlas a menudo, que conozcan bien al amo. A tó esto... ¿dónde anda la moza?


En lo suyo, metida en la cocina, como corresponde... y que no la vea yo salir. Lo mismo anda echando una cabezada. Siempre se encierra un rato. ¿quiés algo?

Ná... saber como coño se las ha ingeniao un capón como tú p’hacerse con una hembra como esa.

Se la cambié al desgracíao de su padre por el pagaré de unos duros que me debía. Y como vuelvas a llamarme capón te pone el vino tu puta madre... –gruñe, irritado, Pitanza- ¿algo más?

Ná, hombre, ná... era una broma. Ea, el vino, ná más.

En la cocina, los amantes dejan escapar un suspiro de alivio. Rafael se abraza a la espalda de Soledad, besa su cuello, amasa sus pechos, levanta sus faldas hasta descubrir las nalgas prietas y redondas, deslizándo sus dedos sobre la vulva, empapada.

Ábrete, Soledad –masculla en sus oídos- dámelo ahora. Ahora, con el cabrón joputa ese ahí fuera, bien despierto.

Inclinada sobre la mesa de la cocina, con una mirada de odio fija en la puerta, Soledad separa las piernas y se ofrece, húmeda, a la verga enhiesta que se introduce, poco a poco, dentro de su cuerpo, abriéndose paso hacia sus entrañas. Despacio al principio, más deprisa después, galopan ferozmente, mordiéndose la lengua para no gritar hasta que, en un último y feroz embate, cruzan la frontera y un estallido seminal los llena, dejándolos temblorosos y exhaustos.

Fuera, dos hombres hablan de toros, de fútbol, de dinero, de hembras... Dentro de la cocina, un reguero de besos se desparrama piel a piel, mientras Rafael abraza a Soledad contra su pecho.

Cada vez que pienso que te metes en su cama cada noche, que te toca... lo mato, un día mató a ese cabrón.

Hunde el rostro contra el hombre, que huele a sudor.

Pues no lo pienses más. Pitanza es un manso, Rafael... un cabestro impotente.


Me importa un carajo que sea impotente, Soledad. Mañana por la noche, cuando la taberna esté llena y él esté a lo suyo, te vendré a buscar. No cojas nada, tiempo habrá para que lo tengas todo. Mi “Tormenta” nos llevará bien lejos. Esto se acaba aquí.

Ella sonríe, ésta vez con una sonrisa serena, casi alegre.

Así sea, Rafael... pero ahora, vete.

Un último beso. El portón trasero de la cocina se abre a una calleja desierta y ciega, que arde al sol, y la luz baña de nuevo las baldosas. Un hombre cruza sobre el rojo sangrante del suelo.

Mientras, al otro lado, vuelve a sonar el tintineo de la cortina, y la voz del tabernero aúlla:

¡Soledá...! ¡espabíla y saca las raciones, que ya está bien de tanto dormir!. ¡A ver si mueves el culo y te ganas las habichuelas que te comes!

Y Soledad, al otro lado, tira sus bragas rotas y el cigarrillo sin fumar al fondo del bidón de la basura, se sacude la ropa y prende de nuevo su pelo con las peinetas. Toma una cazuela con caracoles y abre el pestillo:

En un minuto pongo las banderillas. Ahí tienes los caracoles, Pitanza... y ojito, que van calientes.



Martes, 28 de Septiembre 2004

Desireé

Desireé duerme con el rostro hundido en la almohada. Su cabeza es una maraña de rizos oscuros, alborotados, que se extienden descolgándose hacia el borde de la cama como los zarcillos de una enredadera.

La brisa mueve las cortinas azules. Se sacuden como las alas de un pájaro gigantesco, dispuesto a emprender el vuelo hacia el horizonte, más allá de los acantilados que cierran la rada. Me gustaría que fueran mis alas, alejarme de aquí, dejarme arrastrar por las corrientes de aire. Pero son sólo cortinas, sin más. No pueden llevarme a ningún lugar.

Desireé duerme. Ahíta tras el festín de los sentidos, ha caído en un profundo sueño. Su respiración acompasada es apenas audible. Si cerrase los ojos, su presencia podría pasarme desapercibida.

Una mosca azul zumba por el cuarto. Entró por el balcón; curiosea las lámparas, los marcos de las fotografías, la hilera de frascos de cristal formando frente al espejo del tocador. Me gustaría ser como ella, explorar territorios desconocidos. Pero ¡son tan efímeras las moscas!.

Desireé duerme desnuda. Su cuerpo tostado de sol se ovilla entre las sábanas revueltas. Como una niña, duerme boca abajo, con su pierna izquierda levemente flexionada y la derecha atravesada en diagonal sobre el lecho. Pero no es una niña. Es la mujer-araña.

En el jarrón sobre la cómoda hay un ramo azul de hortensias. Cianóticas de beber agua envenenada. Me pregunto si mi piel también viraría al azul, bebiendo el agua que beben las hortensias. ¿Que diría Desireé si al despertar me viese azul? Probablemente diría que tengo un gusto pésimo para elegir mi piel, o que es poco adecuada para la ocasión.

Desireé duerme, sin preocuparse de nada. Relajada y tranquila. Es feliz, a su manera egoísta, sin atender a las alas de los pájaros, ni a las moscas, ni a las hortensias. Tampoco a mí. La única preocupación de Desireé es... Desireé.

Palpita una vena azul, como un río, recorriendo la geografía de mi brazo izquierdo. El brazo que reposa junto a Desireé, rozándola sin estorbar su descanso. Su sueño inviolable. Esa vena azul es el cordón que me ata a sus tobillos, perfectos, delgados, torneados. Podría cortarla, y entonces escaparía de aquí, como un globo de helio escapando de la garra de un niño.

Desireé duerme mientras yo la contemplo, tratando de averiguar si alguna vez formo parte de sus sueños o simplemente me ignora, igual que hace cuando está despierta. No soy sino otro elemento en la decoración del cuarto.

El cigarrillo de mi mano diestra dibuja volutas de humo azul. Se retuercen sobre sí mismas -exactamente como yo-, para luego elevarse -justamente todo lo contrario que yo-. Me gustaría flotar en espirales ascendentes, incorpóreas, en lugar de quedarme aquí, en silencio, en la prisión de mi cuerpo, tendido junto al suyo.

Desireé duerme en paz. Yo, mientras, voy muriendo poco a poco.



Lunes, 27 de Septiembre 2004

En ausencia de Ulises

EN AUSENCIA DE ULISES

El hilo de seda que ata palabras en ramilletes sigue revoloteando por la habitación que me cobija, presto a hilvanar puntadas nuevas sobre el blanco del papel; a anudar tapices de dibujos enrevesados, sueños cálidos para noches frías...

Esta noche parece fría hasta la luz de las farolas. En la oscuridad del cuarto puedo dejar que mi imaginación me lleve hasta ti, donde quiera que hoy duermas; para colarme, furtiva, debajo de tus sábanas a tocar tu piel con mi aliento. Provocar, excitar, tentar, devorar, paladear, envolverme en ti y recuperar todos los verbos que abarcan un instante de éxtasis... hasta que los cristales de la ventana exhalen nuestro vaho al exterior.

Este cuerpo mío, rebelde, ignora las órdenes de una mente sabia que le insta a olvidar el tacto de otro cuerpo que lo habitó brevemente, y se le alborota la sangre, de vez en cuando, con la añoranza. Suplica a la memoria que le deje visitar el desván de los sueños; allí donde viven las bocas que se besaron, los cuerpos que bailaron una danza erótica, los aromas y los placeres; para volver a sentir como el calor lo recorre, de la garganta al sexo, que se dilata y humedece para recibir el recio empuje de otro sexo que dice la razón sinrazón que jamás lo poseyó. Y las caderas vuelven a mecerse en un galope frenético. Y el gemido surge otra vez desde lo más profundo, hambriento de un cuerpo en el que vaciarse.

Dice la memoria, ruin, que no ha sucedido. Y yo me pregunto, cuando el amanecer golpea gris contra los cristales de la ventana, si alguna vez existirás, Ulises, y bastará una llamada para que el sueño deje de ser sueño y te conviertas en un cuerpo real, en cualquier habitación, en cualquier tarde-noche, de cualquier espacio o ciudad.


Domingo, 26 de Septiembre 2004

Colgada de ti

Ha sido rápido. Un fogonazo a ras de suelo ha distraído mi atención justo cuando entraba en la curva de la carretera. Ese instante ha significado el fin, Amelia: mi fin. Tu pendiente ha rodado fuera de su escondite, bajo el asiento del copiloto, para ponerle punto final a nuestra historia, igual que escribió el principio, aquella primera noche.

Tú estabas ebria. Yo no. A mí me emborrachó ese olor a mar, tan tuyo. Tu olor y el brillo de aquel faro destellando en tu lóbulo perfecto dieron al traste con mi sensatez y mis buenos propósitos. Cuando mi boca se cerró sobre aquel anzuelo brillante, atrapando tu carne, ya no pude soltarme. Recuerdo que temblabas, mientras mi mano se afanaba, voraz, entre tus muslos jóvenes, en busca de otro lóbulo más íntimo, más húmedo, coronado por otra perla brillante. Sé que, ya entonces, presentí que aquello sería mi ruina, y lo susurré a tu oído, entre besos:

Amelia, amor, me muero por tus lóbulos... serán mi perdición.

¿Y tú?. Tú te reías -o llorabas, tal vez- mientras tus manos se colaban curiosas bajo mi ropa, exploradoras, tiernas.

No subimos a casa hasta mucho más tarde. Ya no recuerdo cuantas veces te recorrieron mis dedos y mi boca aquella larga noche, casi infinita, y todas las noches que siguieron después. Algunos llegaron a intuir que compartíamos mucho más que apartamento y libros. Sobre todo aquel muchacho, necio, que siempre rondaba husmeando tu carne aromática, y al que yo nunca he podido soportar. ¡Quien sabe!... tal vez ahora consiga su propósito.

Pero yo no, Amelia, yo no. A mí ya no me queda tiempo para propósitos. Me ha matado un destello de ese pendiente tuyo, del que viví pendiente, enamorada y loca. Diles que es tuyo, Amelia, díselo. Recupera la perla, no se equivoquen y la entierren abrochada a mi lóbulo.



Domingo, 26 de Septiembre 2004

Andenes

Su existencia se había convertido en un círculo de tiempo en blanco, apenas habitado por fugacidades; pequeños espacios de vida que se desvanecían, encasillados entre las líneas rectas de los andenes. Líneas paralelas que separaban el espacio entre cabinas, entre casas, entre pueblos, como las señales del minutero en un reloj. Y ella allí, siempre en marcha hacia ninguna parte. En un vaivén infinito entre andenes.

Andenes de aeropuerto, de ferrocaril, de suburbano, de estaciones de autobuses. Siempre con el equipaje a cuestas, de un maletero a otro, de un carro a otro, de un andén a otro...

Aquella tarde descendió las escaleras mecánicas, en busca del andén subterráneo. Cuando alcanzó las marcas amarillas que bordeaban el cemento, se quedó observando la oscuridad del túnel, y las brillantes líneas de acero que se internaban en él. Se preguntó cuantos andenes invisibles existirían en aquel espacio ignorado. Con un destello de curiosidad por lo que pudiera haber al otro lado, decidió bajar a investigar.

El conductor no tuvo tiempo de frenar el convoy.

La vida no es un camino, es un andén donde esperamos, entretenidos en juegos de azar, a que arranque, por fin, un coche fúnebre.


Domingo, 9 de Agosto 2004

Espejismos

Despierto sobresaltada. Agobiada. Me ahogo. Toso, y borbotones grumosos salen disparados, pestilentes y agrios. Una mezcla espesa me resbala por la mejilla y se acumula en la oreja. La rebosa y se desliza caliente hasta la nuca. ¡Estoy vomitando!

Abro los ojos, alarmada. Me incorporo y dejo que los restos del estómago se vacíen entre mis piernas. Los espasmos me taladran el cerebro.

Temblorosa, camino hacia el baño pisando el mármol frío con los dedos encogidos. Estoy desnuda y helada, pero necesito librarme del olor inmediatamente. Me lavo la cara y bebo el agua del grifo entre los dedos. Sueno con fuerza la nariz en la toalla, y unos coágulos morados resaltan sobre el fondo blanco y perfumado. La arrojo al suelo. El espejo me devuelve todo el desamparo del mundo. Me quiero morir.

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Es imposible dormir con ese ronquido en la nuca. En la enésima vuelta las sábanas, empapadas de sudor agrio, se pegan a mi piel. La mole a mi espalda ni se inmuta al recibir dos patadas, mal disimuladas en la excusa de un sueño agitado.

Desesperada, abandono la cama, chancleteando hasta la cocina. Ni siquiera aquí estoy a salvo. Sobre la puerta de la nevera mi última foto, sacada a traición en un probador, durante mi incursión en unos grandes almacenes, comparte espacio con la contundente y espléndida Catherine Zeta Jones. A la mierda las dos. Abro de un tirón la puerta y la luz se desparrama sobre el linóleo. Mientras la emprendo con los restos del asado pienso que, si tuviera valor, pegaría fuego a todo. Estoy harta de este lugar, de esta vida de saldo, de hacer malabarismos para llegar a fin de mes. Harta del mastodonte que ronca como un otario. ¿Admitirá un juez veinticinco años sin dormir en paz como causa de divorcio? ¡Qué tentación de taparle la boca con la almohada hasta callar ese maldito ruido!.

Doy vueltas a la idea mientras contemplo, contra el cristal de la ventana, el reflejo de una cincuentona gorda devorando a dentelladas un grasiento muslo de pavo. De buena gana la mataría.


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La voz adormilada de mi mujer me arranca del sueño. Desde la cuna llega un gañido impaciente, como el maullido de un gato. Me levanto, gruñendo de frío. Nuestro hijo patalea, envuelto en su pijama y enredado en un batiburrillo de sábanas. Le tomo en brazos y olisqueo. Necesita un cambio de pañales, pero está impaciente por mamar, así que lo deposito contra el pecho de su madre y el pequeño glotón se aferra inmediatamente al pezón. No me extraña. Tampoco yo consigo alejarme de esas lunas gemelas.

Mientras preparo el baño y lo necesario para cambiarle mi imagen en el espejo me observa bostezar: "Quién te ha visto y quién te ve!¡El fresco del barrio cambiando pañales!".

Pero me importa un carajo lo que diga el espejo. Mi hijo es mi vida.


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Quiero creer que es real. He perdido la cuenta del tiempo que llevo enredada en estos brazos, pegada a su piel. Puedo sentir el vello rizado de su pecho cosquillear en mi mejilla, y el latido pausado. Sus manos se deslizan sobre la curva de mi espalda, en viajes de ida y vuelta, resbalando entre mis nalgas e insinuándose provocativas por el vello empapado de mi sexo y subiendo de nuevo hasta la curva de mi pecho, demorándose en los pezones. Aun sin haber recobrado totalmente el aliento siento una cuerda tensarse en mi interior, un estremecimiento de anticipación. Hace unas horas no lo hubiera creído, pero ahora debo rendirme a la evidencia: está pidiendo más. Pausadamente, deslizo la lengua sobre la piel de su costado, trazando un camino salino hacia sus ingles. Sus manos atrapan mi cabello, extendido como una red sobre su vientre. Rodeo, morosa, la enhiesta verga, empujándola con mi rostro para, en un movimiento envolvente, abarcarla en su totalidad. Absorta en las sensaciones que despierta en mi boca, no puedo contener la protesta al sentir que se aparta bruscamente, mientras sus manos aferran mis caderas y me levantan sobre el falo erguido para hacerme bajar de nuevo en un movimiento firme y profundo, montándole a horcajadas. Cabalgo, despacio al principio, acelerando el ritmo más y más. El vaivén transmite un golpeteo rítimico al cabecero de la cama, que choca en la parred. De soslayo, contra la puerta-espejo del armario, veo mi silueta desbocada y aullante. Una mujer en pleno estallido y, así, una vez más, la quinta en esta noche sin descanso, me dejo ir al tiempo que le arrastro conmigo.

Podría morir así.


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Dos minúsculos icebergs navegan un mar ámbar, encerrados en la restringida deriva de las paredes de vidrio. Hace cuatro días que ella se fue y parecen una vida. Eché la llave y los cerrojos. Largué a la mujer de la limpieza y sólo abro la puerta al repartidor del chino que, como no habla mi idioma, se limita a entregar el pedido, cobrar y largarse. Los envases de chop-suey y rollitos primavera esparcen sus restos resecos sobre el entarimado, haciendo compañía a dos botellas de bourbon vacías y varias cajetillas de Rothman's. La pantalla del ordenador despide una luz azul sobre la habitación. En el centro, un sobre por abrir me advierte que he recibido correo nuevo en mi buzón, y en el margen inferior un aviso me indica que "nocturna_sin_chopin" acaba de iniciar la sesión. Criaturas intangibles, lejanas, inexistentes. La realidad es una habitación vacía. Soledad y silencio.

Pero no. La noche no es silenciosa. En la calle resopla el camión de la basura y los operarios zarandean estrepitosamente los contenedores. Desde un piso llega el llanto de un crío que se apaga entre hipidos, seguramente en brazos de su madre. Más allá alguien abre un grifo y provoca que las viejas tuberías tamborileen con brusquedad entre las paredes de hormigon, disimulando apenas el concierto de ronquidos que traspasa los muros. En una de las cocinas, sobre el patio de luces, se oye un estallido de vidrios rotos, que no interrumpe el rítmico tam-tam de una cama golpeando al otro lado de mi pared, con acompañamiento de jadeos y aullidos varios, a juzgar por los cuales mi vecino, que saltó ya la tapia de los cincuenta, parece mantener la forma física suficiente para marcarse un pleno tras otro, el muy cabrito.

En cambio yo, desde que ella se fue, lo único que hago es brindar con ese imbécil sin afeitar que me observa desde el espejo, preguntándome que demonios fue lo que hice mal. Deseando morirme, o matarla, o las dos cosas a un tiempo.


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- Paula ¿todavía sigues ahí? ¿sabes que hora es?

- Sí. Es tardísimo... pero cada vez que intento pasar de los primeros párrafos me meto en una habitación diferente.

- Déjalo estar. No vale la pena que te empecines. Mañana será otro día y lo verás de manera diferente.

- Ya. Creo que en realidad preferiría verlo de una sola. Hay demasiadas vidas metidas en este maldito espejo...


-FIN-


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(Nota: El primer fragmento de este relato NO es mío, me lo regalaron, para que empezase la historia).


Sábado, 31 de julio 2004

Abril en Rojo

I - LAS CARTAS

Desde donde mi memoria alcanza a recordar nuestra vida pivotaba sobre las bisagras del pequeño buzón, anidado entre otros veintitrés idénticos, en la pared de la derecha del vestíbulo, junto a la garita del portero. Tres generaciones de mujeres sometidas por voluntad propia a la rutina de abrir la portezuela verde y escudriñar el interior, siempre anhelantes de hallar el aroma peculiar de las cartas de Jose Ramón.

Obviábamos cuanto no fuesen aquellos sobres abultados y cubiertos de sellos exóticos, manchados de grasa y abrazados de cordel. Para la abuela, como para mi madre, Jose Ramón era lo único que les quedaba de Álvaro, mi padrastro. Para mí, fue durante muchos años, solamente un paquete postal con olor de aventura.

Yo era un bebé cuando mi madre y Álvaro, veinte años mayor que ella, se casaron, y no había cumplido los cuatro cuando mi padrastro, hundido por alguna miseria íntima o pública de la que nadie consideró oportuno dar razones a una niña tan pequeña, se descerrajó un tiro en el cielo de la boca. Muy afectada por semejante desgracia, su madre, la abuela Helena, se vino a vivir con nosotras, pero su nieto Jose Ramón, mi hermanastro, hijo de un matrimonio anterior de Álvaro y que por entonces debía tener unos veintitrés años, se embarcó en un carguero rumbo a Guinea y desapareció. A partir de entonces, todo cuanto supimos de él se limitó a una colección de cuentos de aventuras e historias plagadas de fantasías acerca de las maravillas de aquella tierra extraña y tan ajena, que nos transmitían sus cartas.

Los días en que llegaban eran especiales. El ritual comenzaba con nosotras tres sentadas alrededor de la mesa camilla: la abuela se acomodaba en su sillón de enea, de respaldo alto, como una reina madre, mientras yo iba a buscar el viejo Atlas, donde seguía con la mirada las huellas de su nieto sobre el mapa africano, un inexacto mosaico de cuadritos de colores; mientras mi madre esperaba a que todo estuviese dispuesto, como una peculiar sacerdotisa, antes de comenzar a deshacer los pequeños nudos con parsimonia y meticulosidad y despegar la solapa del sobrescrito, vaciando con cuidado su dispar y variopinto contenido sobre la mesa. Eran unas cartas atípicas, escritas sobre cualquier trozo de papel: etiquetas, servilletas, retales de papel de embalar o envoltorios de cigarrillos cuidadosamente desplegados y, en muchas ocasiones, sobre todo para los cumpleaños de la abuela o de mamá, incluían ejemplares desecados de plantas exóticas, pequeños trozos de cueros de animales o incluso pequeñas piedras de colores. Enviaba trozos de África, y nosotras los armábamos, como un rompecabezas, para reconstruir al hombre ausente.

Una carta tras otra, los años transcurrieron y nuestras vidas se instalaron en una placidez gris, solo quebrada cuando la caligrafía estilizada y personal del hombre ausente atravesaba la puerta del buzón. Así, llegó mi decimoctavo cumpleaños, y la última carta de mi hermanastro, que incluía, paradójicamente, un regalo para mí. El primero que me hacía: un collar de cuero trenzado, con cuentas de cristal y plumas de un intenso e iridiscente azul.

Abril de 1994 se despedía en el fuego de un atardecer rojo y, aunque yo todavía lo ignoraba, mi infancia y mi adolescencia lo hacían también.


II - LLUVIA ROJA

La vieja guerra se había recrudecido en los últimos tiempos. En la casa de Nyamata, Jose Ramón -míster Joseph para la gente del lugar- preparaba su mochila para emprender viaje hasta Kigali, la capital, a escasos treinta kilómetros. Había dejado muchas cosas pendientes, siempre esperando un día oportuno, pero ya no podía esperar más. En África el tiempo no se movía de la misma manera que en Europa, y él se había vuelto perezoso. Ahora, por alguna extraña razón sentía que, si no se apresuraba, sería demasiado tarde.

El día anterior había enviado un sobre con destino a Madrid. Esperaba que quince días fuesen suficientes para que Martina recibiese su regalo de cumpleaños a tiempo. A juzgar por las fotos que le había enviado Eva, se había convertido en una guapa muchacha, aunque parecía demasiado seria para su edad. Contempló el rostro despejado, inteligente... excesivamente parecido al suyo como para no sentir el aguijonazo del pasado rondándole de nuevo. Sí, a excepción de los brillantes ojos verdes, heredados de su madre, Martina era su vivo retrato.

Sacudió la cabeza y regresó al presente. Había otras cosas en las que pensar, entre ellas el aumento de la ferocidad de algunos hutus. La gente tenía miedo y cada vez era más arriesgado emprender viaje a causa de la amenaza constante de los interahamwe, que se volvían más y más atrevidos por horas.

Terminó de empacar y se puso en camino. Pero antes de llegar a la carretera, le alcanzó el pequeño Baltazhar M'rungaya.

- ¡Corra Míster Joseph! ¡Llegan los interahamwe! ¡Escóndase!

- ¿Que dices Baltazhar! ¿Donde está tu madre? ¿y tus hermanos?

- Están todos en la iglesia. Yo voy a buscar al abuelo y llevarlo con ellos.

- ¡Nada de eso! ¡Corre ahora mismo a la iglesia con tu familia, yo me ocuparé de llevar a tu abuelo hasta allí!

Obediente, el muchacho dió media vuelta, mientras Jose Ramón cargaba su mochila y se ponía en marcha hacia la casa de los M'rungaya. Pero a mitad de camino encontró una turba de hutus armados de mazas, machetes y lanzas, que avanzaban destrozando a todos aquellos que les hacían frente, y acorralando a los que pretendían huir. Una vez y otra los machetes se abatían sobre los cuerpos de hombres, mujeres y niños, sin piedad. Un río de sangre recorría las calles, empapando todo en un barro viscoso y rojo. Le sobresaltó una mano sobre su hombro.

- ¡Míster, no se quede ahí, venga adentro!

Contempló la piel oscura de la mujer que tiraba de él. Era Thérèse, una de las hijas mayores de su vecino, casada con un hutu. Al ver que no caminaba, la mujer le instó a apresurarse.

- ¡Vamos, míster! ¡No vendrán a mi casa, solo buscan a los tutsis!. ¡Ethienne le esconderá en nuestro granero!

- Gracias Thérèse, pero tengo que ir a buscar al abuelo M'rungaya, se lo prometí a Balthazar.

- No diga tonterías, míster. El abuelo M'rungaya ya no existe... vi a los interahamwe entrar en la casa. Dentro de poco no quedará nadie.

Supo que la mujer tenía razón. Sin embargo, le costaba decidirse... pero no tuvo oportunidad de pensar en ello mucho más. Al volver la esquina, se vieron arrastrados por una multitud que huía, empujada a machetazos por varias decenas de hutus. Atrapados contra un muro que cerraba el paso, los sepultó la gente que caía abatida, bajo el brutal y sangriento ataque.

Llovía sangre. Una lluvia roja que iba a empapar aquella tierra durante meses.



III - EL FILO DE LA VERDAD

La última carta de Jose Ramón había llegado cinco años antes de un lugar llamado Nyamata. Nada en ella permitía ubicarle con exactitud, ni reflejaba un paisaje humano. Parecía como si habitase en una burbuja de cristal; un Robinson autosuficiente en su particular utopía. Pero a partir de entonces, ninguna otra carta apareció en el buzón. Yo ya no era una niña, y me negaba a dejarme arrastrar por la ceguera de mi madre y mi abuela. El continente de las cartas de Jose Ramón no existía. Eran solo cuentos para niños. Los documentales, los noticieros, los libros que buscaba y leía enfebrecida, reflejaban un mundo totalmente diferente.

Así fue como un día decidí buscar la forma de tratar de dar con él. Ya había pasado el tiempo de dejarse llevar. Yo no tenía ni idea de como ponerme en marcha pero, como dice un viejo refrán swahili: "Donde hay un deseo, hay un camino". Yo quería saber de mi hermanastro, y encontraría la forma de conseguirlo.

Fue un camino largo y desesperante. Mi encuentro con África me impactó como nada lo había hecho antes en mi corta vida, y dudo que nada lo haga jamás. Me costó más de seis meses de fatigas y desesperación llegar hasta Kigali, y en algún momento pensé que jamás lo conseguiría. Finalmente, un grupo de Médicos sin Fronteras me ayudó a conseguir mi propósito. David Sommers, uno de auxiliares, se ofreció, incluso, a acompañarme hasta Nyamata.

- Es un lugar deprimente, Martina. Mucha gente murió aquí. Los masacraron por todas partes, pero sobre todo en la iglesia. En dos días tan solo asesinaron allí a más de 5.000 tutsis. Todavía se pueden ver los huesos, que nadie ha enterrado.

- Lo sé, David. Pero tengo que intentar dar con él.

Recorrí un montón de lugares sin encontrar a nadie que me diese razón de aquel español loco. Hasta que, al entrar en una pequeña tienda de las afueras a comprar algo de fruta para comer, la mujer que atendía salió desde la oscuridad del fondo, como si hubiese visto un fantasma, y se precipitó sobre mí, con un chorreo de palabras incomprensibles. Fue David quien intentó traducirme a duras penas lo que la mujer barbotaba.

- Dice que te conoce, que te ha visto antes...

- Eso es imposible, David.

- Bueno, es lo que está diciendo... tal vez sea que te pareces a alguien. Jose Ramón y tú sois hermanos ¿no es eso?

- Sí, pero no podemos parecernos en nada, no somos hermanos de sangre, sino solo hermanastros. Mi madre y su padre se casaron cuando ya habíamos nacido nosotros. Además, Jose Ramón es mucho mayor que yo.

Sin embargo, la mujer no dejaba de parlotear, y tirar de mi hacia la trastienda.

- Dice que tiene algo que enseñarte, Martina. Una cosa que le dejaron para ti.

- Pregúntale si conoce a Jose Ramón Lafont...

No había nada que perder por intentarlo, pero David ni siquiera llegó a preguntar. Nada más oír el nombre, la mujer asintió, mientras seguía halando de mí hacia el interior. Esta vez, alcancé a entender un nombre entre aquel ininteligible parloteo: "míster Joseph".

La seguí. Atravesando una puerta trasera me condujo fuera del edificio, hasta una casa baja, con un pequeño vallado. Entró y reapareció con un pequeño bulto envuelto en tela, que me ofreció, indicándome por señas que lo abriese.

Contenía un pequeño diario de tapas negras. En la primera hoja, escrito con la conocida caligrafía de Jose Ramón, se podía leer:

Para Martina, de su padre, por si algún día desea conocer la verdad.

Ella cruzó unas palabras con David, mientras señalaba hacia un montículo de tierra, al pie de un árbol.

- Dice que él murió hace cinco meses, Martina. Ella le cuidó hasta el final, porque gracias a que él la cubrió con su cuerpo pudo salvar la vida. Y él le dejó encargado que, si alguna vez alguien aparecía preguntando por él, le entregase ese diario. Le enterraron allí, bajo aquel árbol.

Miré a la mujer, intentando sacudirme el dolor que había caído sobre mí de repente. Y supe que, durante los próximos meses, como poco, aquella casa sería mi hogar. Tenía muchas, muchas cosas que aprender sobre mi padre.


Sábado, 31 de Julio 2004

La gitana

Mayo, en Córdoba, es un mes muy hermoso. O acaso sea que Córdoba, de por sí siempre bella, alcanza su apogeo precisamente en esa época. La primavera le sienta bien: la perfuma, la baña de rocío, la engalana como a una novia, con el blanco azahar de los naranjos y la pasión roja de las buganvillas, que se precipitan sobre sus muros de cal, incendiándolos.

En las madrugadas cordobesas de Mayo el rosicler tiñe el aire de dulzura. Bandadas de golondrinas cortan el silencio, llamando al sol, mientras las palomas baten sus alas de nieve como abanicos contra el límpido azul. De “las Cruces” a “los Patios” y la Feria. Mayo en Córdoba embriaga y altera los sentidos.

Tal vez fue precisamente eso lo que me sucedió. Iba borracha de belleza, disociada de la realidad, apenas enhebrada a mi espalda con un hilo de sombra. Me veía charlar animadamente con mi acompañante, una muchacha rubia, mientras atravesábamos la Judería, en dirección a la Mezquita.

Al alcanzar la plaza la escena que se desarrollaba ante mis ojos capturó mi atención. El Sol, alto ya, iluminaba una multitud que se arremolinaba alrededor de los muros para desaparecer tras ellos, como olas tornasoladas rompiendo contra un acantilado de piedra, siglo tras siglo, un mar eterno de gotas perecederas.

Fue entonces cuando aparecieron las gitanas: Morenas, enlutadas, el negro de sus ojos parecía beberse la luz. Mi compañera había seguido avanzando, mientras que yo me había quedado atrás, envuelta en una intangible cadena de aire.

La más joven, una mujer alta y corpulenta, tendía hacia mí sus manos, ofreciendo leerme la buenaventura. Cerré los puños en un movimiento convulso, hasta clavarme las uñas en las palmas. No tenía intención de consentir que me enredasen en una farsa de feriantes sobre maravillosos viajes, ni futuros llenos de falsos amores de papel y copla. Mi consciencia envolvía mi cuerpo en un abrazo protector, mientras las gitanas revoloteaban alrededor, como una bandada de mirlos oscuros.

Observé cerrarse los dedos de la gitana alrededor de mis muñecas, morenos contra mi piel pálida. Una nube de palomas blancas levantó el vuelo y, en el calor del mediodía que caía a plomo sobre los adoquines, reverberaron las notas de las campanas de la catedral, llamando al Ángelus con su voz de bronce:

El Ángel del Señor anunció a María...

La palma de mi mano izquierda se abrió, lentamente, acunada entre los dedos de la gitana, que recorrió sus irregularidades con el pulgar. La oí murmurar algo parecido a una plegaria, al tiempo que deslizaba la mirada hacia la palma de mi mano derecha, floja y tendida hacia el cielo, como un cuenco que esperase recibir una dádiva.

Dios te salve, María, llena eres de...


La gitana se echó hacia atrás y, soltando mi mano izquierda, se santiguó rápidamente.

¡Jesús bendito!¡Cuanta pena!... espera... espera... no te muevas ahora, déjame ver...

Un momento después sus palmas se cerraron cubriendo mis manos, como las tapas oscuras de un libro. Se acercó hasta casi rozar mi rostro y murmuró unas palabras a mi oído.

Las otras gitanas permanecían alrededor, expectantes y silenciosas. Una de ellas tendió un puñado de ramitas de romero, que fueron a parar entre mis dedos.

La gitana me soltó, al tiempo que otra, mucho más vieja, se adelantaba:

Tiene que...

Deje usté, madre... vámonos de aquí.

Se apartaron, abriéndome paso por fin. Al otro lado de sus sombras, una muchacha rubia me esperaba, sin entender bien lo que ocurría.

Recuerda lo que te he dicho, paya... y no olvides tener siempre romero contigo.

¿Estás bien? -la joven voz, preguntaba, algo inquieta.

Sí, claro, por supuesto...

Parpadeé, en la luz. Otros amigos nos esperaban para recorrer la ciudad. Había poco tiempo, y mucho que ver... mucho que vivir. Pero, en el fondo de mi mente, como un atanor, las palabras de la gitana seguían resonando.

Todavía lo hacen hoy.


Viernes, 16 de Abril 2004

El grano

Lo he visto por pura casualidad. Me levanté, de madrugada, para ir al baño y también a beber algo de agua, porque el bacalao de la cena no estaba bien desalado y me había dado sed. Solo a Carmen se le ocurre poner bacalao para cenar, pero... así es ella y sus circunstancias.

Pues señor, ha sido al levantarme cuando lo he visto allí, erguido en mitad de aquella piel de nácar. Lo primero que se me ha ocurrido es que a ella le dará un soponcio cuando lo vea por la mañana, al mirarse en el espejo. Puedo imaginarla trasteando en el contenido de los armarios del cuarto de baño y del botiquín, en busca de algún ungüento, pomada o loción, capaz de hacerlo desaparecer como por ensalmo. Con toda seguridad lo único que conseguirá será empeorar la situación. Siempre que Carmen la emprende con algún problema el resultado es que lo encona más. Y eso me lleva, directamente, a la segunda consideración: eso no va a quedarse así, se agravará ostensiblemente. Lo más probable es que se torne purulento y enrojezca. Suele ocurrir cuando algo se toquetea de más, y Carmen es incapaz de dejar las cosas quietas y esperar que se calmen. Parece que obtenga algún placer especial en sacar las cosas de quicio. Es así; ha sido así desde el primer día que la conocí, en el instituto, siempre en el meollo de todas las discusiones, los altercados y los problemas. Todavía no comprendo que pude ver en ella para pedirle que saliéramos juntos... así que no mencionaré mi desconcierto cuando pienso en que estado de idiocia me encontraba para pedirle que se casara conmigo. Lo cual me lleva, directamente, a la tercera consideración, esto es: Carmen acabará convirtiendo esto en un cargo más en mi columna de "debe", esa que lleva tan escrupulosamente en el cuaderno negro, dentro de su cabeza, donde apunta todas las cuentas pendientes. Acabaré siendo el culpable, por activa o pasiva, de que ese inoportuno incordio haya plantado sus reales en mitad de su frente impoluta que ni siquiera las arrugas osan cruzar, merced a las dosis regulares de toxina botulínica con que las plancha regularmente, y que mi cartera se encarga, religiosamente, de abonar.

Y, llegados a este punto, he decidido que lo mejor que puedo hacer es ocuparme yo, personalmente, de la solución del tema. Ahora mismo, mientras Carmen duerme plácidamente. No tendrá que sofocarse por verlo, ni preocuparse de eliminarlo. Y, por una vez, tampoco me lo anotará en la libreta negra. Yo mismo lo extirparé, con decisión y firmeza.

Solo tengo una pequeña duda... ¿disparo directamente o a través de la almohada?. Creo que optaré por la segunda idea. Despertar a todo el vecindario sería poco educado.


Martes, 13 de Abril 2004

La pequeña

Ella vivía detrás de los barrotes de hierro forjado de un balcón, uno de tantos balcones del pequeño barrio de los pescadores, acotado entre el paréntesis de la mar y de la vía férrea que lo separaban de la gran ciudad.

Era una niña menuda, de rizos oscuros y sonrisa tímida. Se la podía ver, con el buen tiempo, sentada en aquel diminuto balcón, detrás de las macetas con geranios, jugando con sus muñecas, leyendo libros, dibujando sueños. Tenía su patio de juegos en aquel metro y medio cuadrado. Su horizonte era la mar a un extremo de la calle, casi invisible tras los edificios y el cielo azul sobre su cabeza.

Más abajo, en la calle, la chiquillería bullía todas las tardes. En aquel entonces el barrio era un pequeño pueblo. Las comadres se sentaban a la puerta de las casas bajas a chismorrear, mientras vigilaban a las bandadas de criaturas que correteaban alocadas al regreso de la escuela, entre el pan con chocolate de la merienda y el trueque de los últimos cromos para completar la colección. De vez en cuando, alguna vecina levantaba la mirada y la observaba. Sentada en su pequeña butaca de enea, con el libro en las manos, atisbando por encima de las hojas como jugaban los otros críos. Aquellos ojitos serios, algo tristes detrás de las gafas que la hacían parecer un diminuto mochuelo caído del nido, sobrevolaban los barrotes y se posaban a ras de suelo, para corretear detrás de los balones, saltar a la “comba” o jugar al escondite. Después, aparecía la mano de la madre y la llevaba hacia el interior, más allá de la luz del balcón. Hora de hacer los deberes. Hora de cenar. Hora de dormir. Hora de soñar.

La vi crecer detrás de aquellos barrotes forjados. Rodeada de sus libros, de sus cuadernos y con aquellos ojos curiosos intentando alcanzar la lejanía. A medida que se fue haciendo mayor alcanzó a extender el brazo hasta cruzar al otro lado de la calle y engarzar los dedos con los de otra niña, agrandando su horizonte hacia otro ser humano.

Ella vive así en mi memoria, pero la sueño fuera de aquellos barrotes, con sus delgados brazos abarcando todos los seres humanos que le anhelaban los ojos. Tocando todas las risas y rodeada de amor. Porque en este mundo a veces ocurren milagros, y los pequeños mochuelos se convierten en golondrinas, y todos los horizontes del mundo quedan a su alcance.

Sé que ella también lo habrá conseguido.



Lunes, 29 de diciembre 2003

La carta de Byrsa. Un hallazgo arqueológico.

De Byrsa ab Qart, hija de dos razas, tejedora de palabras, árbol sin raíces, caminante.

A mi hermano, Yusuf Ibn Kadesh, hijo del Desierto de Sal, servidor del Rey, cartógrafo y escriba.

Hermano. Te escribo desde el útero de roca que me guarda, aquí, en los helados bosques del Norte, mientras el invierno llama a mi puerta que no existe. Te escribo en la lengua bárbara de mi padre, Ianuario, áspera como la roca que me rodea, crujiente como las ramas secas. La escarcha cubre las ramas de los árboles y pronto llegarán las primeras nevadas. Este será nuestro último invierno.

Hermano. Las hordas de los hiung-nu avanzan sin descanso, asolando las tierras al este del Gran Río. Las noticias que traen los correos cuentan que han arrasado Naiso y Sérdica. Aquellos que no mueren bajo su espada lo hacen lentamente, de hambre, pues siembran la desolación y la ruina. Los invasores no tienen casa, ni obedecen a rey alguno. No entienden de los signos nacidos en Biblos, ni aprecian la música, la danza o el arte de la palabra. Su ley es el terror y no distinguen entre asesinar ancianos o niños, hombres o mujeres. Cuentan, hermano, -horrorízate conmigo- que uno de sus caudillos ordena empujar a los grandes elefantes por los despeñaderos, pues disfruta escuchando sus bramidos mientras los cuerpos chocan contra las rocas.

Atiéndeme, hermano. Hace dos lunas se puso en marcha una caravana hacia las tierras de tu Rey. Viajan en ella las hijas de mi hermana de sangre, Elissa, hija de tu Desierto, acompañadas por todo aquello que no deseamos que los hiung-nu destruyan o hagan arder en las piras: los antiguos rollos de papiro con sus estuches de plata, las tablillas de Ur, grabadas con las Leyes, las vitelas con las recetas del médico sasánida, los delicados vidrios heredados de mi estirpe de Tiro, la púrpura y las sedas, las especias y, como regalo especial para tu monarca, un tablero de Shah Mat, en madera de sicómoro, con incrustaciones de nácar y ébano. Las niñas son nuestro futuro y llevan las arcas del pasado que no deseamos perder. Suplico para ellas tu protección, y la de tu Rey.

Ahora debo despedirme, hermano. Mi corazón añora las dunas que no volverá a ver y el suave batir de las olas contra las murallas de vuestra ciudadela. Los ojos del recuerdo contemplan las palmeras bordeando las arenas, y la visión del viejo templo de Melkart, en piedra negra, flotando sobre el agua en el rojo atarceder de estío, como en la vieja ciudad de Tiro, en otros tiempos, antes que construyeran el puente para el asalto. Las antorchas siguen arrojando su luz contra la playa blanca, y mis pies descalzos caminan todavía, junto a los tuyos, la senda entre dos mares.

Te pido perdón, hermano, por no haberte escrito en nuestra lengua materna, tan dulce, pero su música no está hecha para hablar palabras dolientes, sino para el amor.

As Salam Aleikum, habibi. Luz de mis ojos. Cuida de las niñas.



Martes, 2 de Diciembre 2003

Fantasmas

Hay tormenta seca. El viento golpea los árboles con furia. Retuerce las ramas, provocando un siseo quebradizo. Calor y arena contra los cristales, contra las paredes. Ni una gota de agua. Los relámpagos acuchillan la oscuridad y dibujan barrancos escarpados contra el cielo negro. La luna no se ve. El calor es pesado, sofocante.

La enésima noche en blanco, sin poder dormir, antesala de otro día agotador. Empiezan a hacer mella en mi ánimo. No me veo con fuerzas para afrontar otro día más, veinticuatro horas más de vela. Las cápsulas se presentan como una solución tentadora. ¿Qué importa que el sueño sea sintético? Mejor eso que nada... ¿Una?. Dos. ¿Tres?. Dos. Definitivamente, dos. El agua del grifo sale caliente. Todo está ardiendo.

De regreso a la cama, las sábanas son una tortura. Cierro los ojos. Intento dejar la mente en blanco. Relajarme. Repaso las instrucciones para relajar el cuerpo... veamos: primero los pies, destensa los dedos que parecen garfios, suelta los tobillos, afloja las rodillas... los muslos. Nada que hacer. Vuelvo a tener los dedos agarrotados, la cabeza bullendo como una caldera. Este maldito calor... nos va a matar a todos. Los perros resuellan. Se han refugiado en el suelo de baldosas del cuarto de baño, el único lugar de la casa que mantiene un residuo de frescor. Cuarenta y dos grados a la sombra, pero ¿donde está la sombra en estos campos de asfalto?. Ahora, noche cerrada, no bajamos de los treinta y cinco. Nos fundiremos, como trozos de hielo, icebergs de carne derretidos.

Otra vez la obsesión de pensar. Todo a la vez. Incluso lo prohibido. Me retuerzo en la cama. Me traslado a la mitad vacía, intentando recuperar las sábanas frescas, pero es inútil, no han tenido tiempo de enfriarse. ¿Cuando harán efecto las malditas cápsulas? Es igual, no importa. Ahora no es momento de hacer cálculos. No pienses, me digo. No pienses en el sueño. El sueño. Solo dormir, sin pensar en nada...

La tormenta sigue golpeándolo todo. Feroz. No escuches. El viento se queja. ¿El viento?. No. No es el viento. Es un niño que llora. Pero no... no puede ser un niño. No hay niños levantados a estas horas, ahí fuera, con esta tormenta. Seguro que es un gato. ¡Seguro!... ¿o no?. El llanto persiste. Dolorido. Asustado. Decido levantarme para ir a ver lo que ocurre, aunque me pesan las piernas terriblemente. Me dejo caer una camiseta por encima, de cualquier manera y salgo fuera. Apenas puedo ver nada. Está todo inusualmente oscuro. Ahora, el llanto parece llegar desde detrás de la puerta del sótano. No me gusta el sótano. Pero necesito comprobar qué es lo que está ocurriendo. Así que... me armo de valor, y abro la puerta.

Ahora puedo oírlo con toda claridad. Es un llanto quedo, un gemido. Sube las escaleras como pidiendo socorro. ¿Donde estás? ¿Quién eres?. Despacio, voy bajando los escalones de madera. A tientas, porque no consigo dar con el interruptor de la luz. Es extraño, pero estos escalones no parecen acabarse nunca... he bajado más de veinticinco, y siempre tanteo otro más. Desde abajo, el llanto llega cada vez más claro. Definitivamente, por increíble que parezca, es un niño... no. ES una niña. ¿Cómo lo sé?. Ni idea, pero lo sé.

¿Donde estás pequeña? Ya llego. Enseguida estoy ahí. Deja de llorar. No pasa nada. Es solo el viento, el calor, la tormenta. Pero no pasa nada.

Por fin, he llegado al final de los escalones. Esto parece el mismo infierno. Los sollozos llegan desde mi izquierda. Tanteo la pared y doy con el interruptor de la luz. Una pequeña bombilla, con una luz trémula y amarilla, oscila en el techo de una habitación pequeña, atestada de trastos y cajones cerrados. Tengo los pies sucios, he salido sin mis zapatillas. Mi niña llora más fuerte. ¿Mi niña?. Yo no tengo hijas...

Está ahí, agazapada, detrás de una caja. Rizos negros. Ojos brillantes de lágrimas. Pequeña, vulnerable, asustada... Me mira, hipa, sorbe las lágrimas... ¿a quién se le ha ocurrido dejar esta niña en un sitio tan oscuro, tan sola, tan encerrada?.

Vamos, ven aquí, ven conmigo. No pasa nada. Ya he llegado... dame la mano.


Extiende una mano pequeña. Guarda silencio y me mira. En la mano izquierda, aferra un puñado de lápices y cuaderno. Tomo su mano y tiro de ella hacia mi corazón.

Ven aquí, princesa... vamos a subir las dos ¿quieres?


Un gesto afirmativo. Sigue callada. Pero esboza ahora una sonrisa entre las lágrimas. La cojo en brazos (¡pesa tan poco!) y comienzo a subir las escaleras. Ahora, con la luz, es algo más fácil. Incluso parecen menos escalones. Fuera, la tormenta ha callado. La noche está tranquila y han asomado las estrellas. Volvamos a casa, pues. Todo está en orden.

Me sobresalta el sonido de una alarma. Un pitido estridente. Alargo la mano... y tanteo las sábanas. Un golpe al despertador. Abro los ojos y compruebo que son las seis de la mañana. ¿Que ocurre? ¿Donde está la pequeña?. Me incorporo de golpe en la cama y sacudo la cabeza. No está, se ha ido, pero...

Ha dejado los lápices y el cuaderno.


Lunes, 10 de Noviembre 2003

La Joya Escondida de Medinat al Zahara

Mi nombre es Fatma. Ibrahim al Faqad, mi señor, me llama la Joya Escondida de Medinat Al Zahara.

Mi señor me ha mandado llamar a su presencia. En la calidez de la noche descansa de su larga jornada, arropado por el aroma del jardín y la melodía que llega desde el otro lado de la celosía, donde los músicos tocan para él sin ver ni ser vistos.

Me aproximo envuelta bajo la tela del haïk, largo, blanco y pesado, que me oculta bajo sus múltiples pliegues. Tan sólo mi mano, dibujada de henna, asoma tras la tela suspendida frente a mi rostro y mi cuerpo. Pero a mi señor le llega el campanilleo de mis ajorcas y el susurrar de la seda que acaricia mi piel. Entre su cuerpo y el mío se extiende un camino de agua, bordeado por una hilera de antorchas, que lo hacen semejar lava ardiente, derramándose desde el surtidor hacia el cáliz del estanque que le espera más abajo.

Bajo su mirada atenta comienzo mi danza, lenta, cimbreante, y el aire que nos separa comienza a ondular desde las puntas de mis dedos hasta su piel. Los cueros de los atabales y los címbalos cantan al unísono de mi sangre, y mis caderas los acompañan con el tintineo de los cascabeles de plata que adornan mi falda bordada. Dejo caer el haïk, hasta el suelo, para presentarme a sus ojos que brillan oscuros, encendidos como brasas, mientras su boca aprisiona la dulzura de un dátil entre sus fuertes dientes. La sombra de mis brazos dibuja caricias sobre su piel, allí donde luego irán a posarse mis labios, serpenteantes como los laberintos de henna que me visten. Las aletas de su nariz tiemblan cuando le alcanza el aroma del aceite perfumado que hace brillar levemente mi piel, mezclado con el olor a tierra del jardín y el humo del narguile. Me desea, sus ojos me lo cuentan. Me lo cuentan sus dedos, mientras abre una granada madura, que lleva a la boca y de la que su lengua va desgranando las rojas semillas. ¡Ah! Mí señor... me enciende con sus palabras sin sonido. Arriba, tras la celosía, los músicos imprimen también un ritmo más acelerado a la canción, y así, envuelto entre los sonidos vibrantes y la mirada de mi señor Ibrahim, todo mi cuerpo empieza a girar en espirales que evocan nuestra unión, mientras él permanece quieto, abrazándome con su deseo.

En la oscuridad, iluminada por la luz de las antorchas, yo también me transformo en una antorcha viva, la voz del gambri se apodera de mí y despierta con las notas de sus cuerdas las cuerdas de mi sexo, me arquea y se filtra por mi sangre, recorriéndome desde las plantas de los pies al cabello y levantándome en el aire caliente de la noche. Puedo oír el gemido de mi señor, Ibrahim, que se adelanta, dejando caer narguile y frutas, para alzarme en sus brazos y transportarme en ellos más allá del ryad, convirtiéndome en la tierra que recibe las antorchas, en la granada que ofrece sus semillas, en los dátiles que se rompen bajo sus dientes, para derramarse en mí, como el surtidor en el estanque, y bailar conmigo una danza de ríos de fuego que nos consuman ambos hasta el amanecer.

Yo soy Fatma, Joya Escondida del jardín de Ibrahim al Faqda, en Medinat Al Zahara, y mi señor me ama.



Domingo, 9 de Noviembre 2003

Amada Eterna

Toda la vida supo que ella era su destino. Durante muchos años trató de conquistarla, pero ella le esquivaba, huyendo de su abrazo en el último instante para ir en busca de otros amantes.

Hoy cumplía cuarenta y cuatro años. Tenía un trabajo satisfactorio, que le permitía vivir desahogadamente y darse ciertos caprichos. No era un solitario. Tenía familia y amigos. Pero aunque había mantenido relaciones con varias mujeres, ninguna llegó a cuajar en algo serio. Sólo la amaba a ella.

Supo que había llegado sin necesidad de oír la llamada en la puerta. La hizo pasar con un gesto de bienvenida, apartándose a un lado para poder contemplarla.

Era bella. Elegante en su sobrio vestido negro, sin más adornos que el contraste con su blancura. Rizos oscuros enmarcaban un rostro de piel suave, pómulos altos y nariz recta. Los ojos, ligeramente rasgados, destacaban enormes bajo el arco suave de las cejas, con las pupilas como obsidianas reluciendo con un fuego sin llama. La boca, sensual, aunque no excesivamente carnosa, insinuaba apenas una sonrisa.

- Amor mío, te necesito... -musitó, tendiéndole los brazos.

La voz femenina surgió, susurrante como el murmullo de una fuente, cruzando la semi-penumbra del salón.

- Lo sé, Andrés. Por eso he venido. Esta es tu noche, nuestra noche. Vamos...

Entrelazó sus dedos, como zarcillos de hiedra, en los dedos de él.

- Hoy tienes que ser mía ¿lo comprendes?. Toda mi vida he estado esperando este momento. No puedes volver a huir de mí y abandonarme. No quiero seguir sin ti.

- No volveremos a separarnos. Te lo prometo, Andrés.

La levantó en sus brazos, envolviéndola, sintiendo las punzadas de deseo arder en su sangre, como una droga dura. Sosteniendo el ligero cuerpo abrazado contra su pecho, cruzó el umbral del dormitorio.

Era hermosa. Él la contempló, brillante en su desnudez, cuando las ropas de ambos quedaron desparramadas alrededor. Los pechos, pequeños y erguidos. Las caderas, suaves y amplias, listas para acoger la vida, el hombre. Las piernas, largas y firmes, piernas de caminante. El sexo, como un nido de volutas negras envolviendo los pétalos húmedos de una rosa oscura.

La deseó. Más que a nada. Más que a nadie. La besó, dejándose invadir por el embriagador gusto a absenta de su boca.

- Ven. Contemplemos la noche, juntos.

Abrieron las puertas de la terraza. Afuera, millares de estrellas dibujaban senderos y un alfanje de luna cortaba la piel de la noche. Un ligero soplo de brisa hizo volar los rizos femeninos hasta el rostro de Andrés, envolviéndole en un perfume de dondiego y jazmines. La abrazó. Piel con piel, desnudos bajo las estrellas.

- Te necesito. Entrégate a mí. Aquí. Ahora. Seamos uno para la eternidad.

- Sí, Andrés. Hazme tuya. Hazte mío.

Y así, en la noche perfumada se fundieron los dos y, por un instante, parecieron volar.


*************



Las dos mujeres conversaban en susurros, algo alejadas del resto de la gente. El brazo de la más joven cubría, protectoramente, los hombros de la mayor, que sollozaba.

- No lo entenderé nunca, Carmen. No comprendo porqué Andrés ha hecho esto... ¡iba todo tan bien!. Su trabajo, nuestra familia, los amigos... ¡Todo!

- Deja de darle vueltas, mamá. Andrés siempre fue un loco, capaz de jugarse la vida por nada. Recuerda sus excursiones de joven, el rafting, la escalada, siempre al filo del abismo, siempre coqueteando con el peligro. Tenía que suceder algo así, tarde o temprano...

- Supongo que tienes razón, hija. Pero me cuesta aceptar que no está. Acabar así, sin dejar siquiera una nota... ¿no dejan siempre una nota los suicidas, Carmen?

La joven suspiró. Iba a ser difícil para todos. Por un instante odió a su hermano. Tan egoísta. Tan inconsciente. Tan loco. Miró a su madre con cariño y le tendió un pañuelo.

- No lo sé, mamá. No sé lo que hacen los suicidas. Pero Andrés nunca fue del todo normal. No podemos saber lo que pasó por su cabeza. Estaba borracho, y la absenta es una bebida peligrosa. Posiblemente tropezó y cayó al vacío. Toda su vida tonteando con la muerte, como otros tonteaban con las chicas, para terminar de una forma tan estúpida. -Abrazó suavemente a su madre- Anda, descansa un poco mientras llega la hora de salir. Yo me ocuparé de todo... y no pienses. Seguro que él, esté donde esté, ya es feliz.

FIN



Lunes, 27 de Octubre 2003

Cuentos del Molino de Papel

En cierto paraje del Valle del Tiétar, en las estribaciones de la Sierra de Gredos, existe un lugar que fue tiempo atrás tierra de molinos de papel. A lo largo del "río de los molinos" como se conoce por allí la Garganta de Santa María, se ubicaban cuatro de ellos, que terminaron en poder de los frailes del Monasterio del Escorial, y proveían a la Casa Real. Hoy solo quedan los restos de piedra, y una extraña casa, entre ellos, que aparece y desaparece a voluntad de su ocupante, sin que nadie sepa de su historia o su nombre.

Puedes andar por la ladera, entre los pinares, y dar de pronto con sus muros de piedra y su portón de madera, o buscarla todo el día sin conseguir dar con la cancela que valla el acceso. Todo depende, en realidad, de lo que andes buscando.

La primera vez que la encontré llovía. No iba buscando refugio. Me complacía la lluvia empapándome; una ducha gigantesca capaz de arrastrar todas las angustias que llevaba a cuestas.

Apareció en la puerta una mujer menuda, con el cabello blanco revoloteándole alrededor de la cabeza como una nube de uso privado. Llevaba un enorme paraguas rojo y un impermeable de plástico azul con flores también rojas. Cuando me invitó a pasar y secarme estuve tentada de rehúsar cortesmente, pero mis pies parecieron obrar por cuenta propia y cruzaron el umbral antes de que pudiera reaccionar.

Inexplicablemente, la casa era mucho más amplia en su interior de lo que parecía desde fuera. En el hogar de piedra lucía un fuego brillante, y un trébede cercano sostenía una marmita en la que humeaba un guiso. Sin saber cómo, me encontré envuelta en una toalla blanca y esponjosa, con un reconfortante tazón de hierbas entre las manos, mientras mi ropa reposaba en una hilera ordenada frente al fuego, secándose.

- Muchas gracias -conseguí murmurar.

- ¡Oh! Vaya... de nada, mujer. Lo necesitabas ¿no?. Pues no hay más que hablar.

Se había quitado el impermeable y trasteaba arriba y abajo de la sala, sacudiendo con suavidad las hojas de viejos libros encuadernados en cuero. Los ojillos, brillantes como los guijarros pulidos del fondo del río, me contemplaban entre divertidos y curiosos. Sus manos, blancas y pequeñas, no paraban quietas.

- Mantente siempre ocupada -me espetó- es importante.

Mientras bebía las hierbas, paseé la mirada por el cuarto. Centenares de papeles, grandes y pequeños, blancos y de colorines, aparecían colgados por todas partes: vitrinas, lámparas, espejos, enredados en ristras desde los techos, en los visillos. Los observé con curiosidad. Oscilaban, como movidos por una brisa inexistente, como cientos de alas de mariposas revoloteando por la habitación.

- Son tus cuentos. -me indicó la mujer, sobresaltándome.

- ¿Qué? ¿Cómo dice?

- Digo que son tus cuentos, tus poemas, tus historias. -repitió, y chasqueó ligeramente la lengua al ver mi cara de asombro.

- ¡Oh! ¡Vamos! ¡No te quedes mirando con esa cara de boba...!

- Es que yo... yo no escribo ¿sabe?. Además, ¿como van a ser mis cuentos? Están aquí. En todo caso, serán suyos...

- Vaya. Que lista eres. Se nota que estás llena de prejuicios ¿eh?. Por supuesto que son tus cuentos. Eso es lo que venías buscando. Si no fuera así, no estarían ahí. Y debo añadir que me has puesto la casa perdida de papeles. Tendrás que hacer algo con ellos, mejor pronto que tarde. Aquí viene mucha gente buscando sus razones y su camino, y no es plan que tus cuentos anden revoloteando por toda la casa mientras las encuentran. Así que será mejor que te seques bien de tanta lluvia, te calientes las tripas y empieces con tu tarea.

No voy a negar que me costó trabajo reaccionar. Tendí la mano hacia uno de los papeles, uno pequeñito, prendido de una lámpara de sobremesa. Era un poemilla absurdo, gracioso como un duende, que se escabulló de mis dedos y salió volando hacia el techo.

- Veo que eres un rato desordenada. En fin, sea como sea, empieza de una vez. No hace falta que te los lleves todos hoy, ya irás viniendo a recogerlos poco a poco... intenta empezar por los más viejos, se están deshilachando por los bordes. Vamos, unos cuantos hoy, otros pocos dentro de unos días. Y vístete, o pillarás una pulmonía.

Todavía no sé cómo, pero me encontré vestida y en la cancela en un decir amén, sosteniendo en mis manos un puñado de papeles y el paraguas rojo. Pero ya no llovía. Un tímido sol comenzaba a asomar entre las copas de los árboles, haciendo brillar los charcos que salpicaban el camino embarrado.

Cuando me dí la vuelta para despedirme, ni la casa ni su propietaria estaban allí.

Tengo los cuentos.






(Lunes, 27 de Octubre de 2003)