28/4/07

Pot-au-feu

Cuando abrí la puerta lo primero que advertí fue un olor denso y dulce, que se enredaba a mí como los velos ondulantes de una bailarina egipcia, abrazándome desde el primer momento, sin darme tiempo para otra cosa que desprenderme de la chaqueta y el maletín y abandonarlos precipitadamente en el perchero del vestíbulo. Era una de aquellas tardes que Lola dedicaba a su magia de lumbre y caldero.

Ver cocinar a Lola me resulta hipnótico y seductor. Me quedo atrapado en su telaraña de aromas, texturas, sonidos y colores. Por eso, cuando guisa, acostumbro a acurrucarme en un rincón de la cocina, como un “voyeur”, atisbando sus más pequeños gestos. Las sesiones culinarias de Lola acaban siempre, inevitablemente, mucho más allá de la mesa y el mantel.

Aquella tarde no iba a ser distinta: Crucé el umbral y la vi de espaldas, inclinada ligeramente mientras mechaba y ataba una pieza de carne. El lazo de su delantal oscilaba, culebreando sobre sus nalgas amplias cubiertas por la camiseta corta, que permitía ver sus muslos casi en toda su extensión, escatimando sólo un breve trozo de carne al norte de aquellas dos columnas de nogal pulido. Ya me perdía en los hoyuelos de la parte posterior de sus rodillas cuando, girando levemente la cabeza al oírme, esbozó una sonrisa y un gesto de bienvenida.

- ¿Ya llegaste? Si esperas que termine con esto te preparo algo para picar.

“¿Quién querría picar nada que no fuera tu carne, Lola?”, dije para mí mismo. Sin embargo asentí, ansioso por hacerme un lugar en la cocina y poder disfrutar el espectáculo.

Hacía calor; tal vez por el horno encendido o el vapor de las ollas al fuego. O pudiera ser la sangre, que había emprendido una carrera feroz por mis venas.

Del pañuelo de flores que recogía pulcramente sus rizos negros escapaban, sobre el precipicio vertical de su cuello moreno, guedejas enroscadas sobre sí mismas, como zarcillos de hiedra oscura. Las pequeñas bombillas halógenas empotradas en el techo les arrancaban brillos metálicos, pues su pelo estaba empapado de sudor, igual que ella. Exudaba un olor dulzón, parecido al de ciertas orquídeas, ligeramente pegajoso, que se mezclaba con el del contenido de las cazuelas en una combinación extraña y atrayente.

Sus manos no paraban quietas. Frotaba una pieza de carne atada con bramante, masajeando con sus dedos largos empapados de aceite, hierbas y especias, acariciándola por toda la superficie. Imaginé aquellos dedos acariciándome a mí, y antes de darme cuenta tenía una erección imposible de disimular. Tragué saliva y carraspeé sin que ella, concentrada en su tarea, me hiciera caso. Con el movimiento, sus pechos se mecían bajo el fino algodón de la camiseta, y a cada bamboleo los pezones se insinuaban, desafiantes, bajo el tejido.

Su voz, grave y sensual, rasgó la imagen como si fuera de papel:

- Acabaré enseguida.


Me levanté a servirme una copa de vino, más por tener las manos ocupadas que por necesidad de beber.

- ¿Quieres?
–le pregunté.

- Uhmmm… sí, por favor. La botella de la izquierda es nueva, probémosla – me indicó, al tiempo que empuñaba un cucharón para remover suavemente la crema que espesaba en un cazo; sus dedos envolviendo con firmeza el pulido mango de madera.

El vapor caliente coloreaba sus mejillas y las hacía brillar. Mientras yo servía el vino, examinó con atención la mezcla y, alzando el cucharón goteante, asomó la lengua entre los labios carnosos para tentar con cuidado la punta cremosa, relamiéndose después y emitiendo un ligero chasquido.

- Creo que le falta un poco –anunció, pensativa y, antes de que me diera tiempo a reaccionar, hundió su índice en la superficie de la salsa y me lo ofreció. A punto estuve de derramar las copas cuando la carne tibia se introdujo en mi boca. Paseé la lengua alrededor de la falange, mordisqueando la punta del dedo, succionando con ansia. Ella dio un tironcillo ligero soltándose...

- ¡Ehhh…! ¡Caníbal! ¡Mi dedo!

- Lola… -gemí.

- Después. Ahora estoy ocupada.

Deslicé mi mano bajo su delantal, tirando de la camiseta en un desesperado intento por tocar su piel. Por el camino, tropecé con la cintilla breve de las braguitas en sus caderas y la usé de guía para alcanzar a tientas el sexo, al sur boscoso de su vientre. Hundía ya los dedos en los rizos húmedos cuando hurtó el cuerpo y se separó de mí.

- Eres tremendo. Déjame acabar de preparar esto para meterlo en el horno. Dame cinco minutos.

Me aparté, con desgana y no poca frustración. Lola me observaba fingidamente seria, pero con una chispa endemoniada en las pupilas, centelleantes como libélulas noctámbulas. Después, dejó escapar una risa suave y volvió a su tarea. Canturreaba como una niña desenfadada; o como si hubiera acertado en una nueva receta para su colección de platos mágicos.

- ¿Tienes hambre?

- Voraz. Estoy famélico. No puedo esperar… -y ambos sabíamos que no me refería al asado precisamente.

- Me daré prisa. Alcánzame esa fuente. ¡Vamos…! no te quedes ahí quieto…

Aceleró sus movimientos entre las bandejas, mientras yo contemplaba las evoluciones de su cuerpo y apresaba, de vez en cuando, la visión fugaz de sus braguitas mínimas cuando se estiraba para alcanzar algo. Sus pulgares hendían, uno tras otro, varios higos maduros que colocaba sobre un lecho de gruesas ruedas de manzana. Las drupas moradas, entreabiertas rodeando la carne, eran recuerdo y tentación.

Por fin, abrió la puerta del horno y se inclinó para introducir la bandeja del asado, mostrando al hacerlo el hendido plenilunio de sus nalgas, apenas cubiertas de encaje azul. La rueda del temporizador crujió de dientes entre sus dedos mientras ella se erguía, desafiante, girándose hacia mí al tiempo que, con una sonrisa seductora, me susurraba:

- Tenemos una hora para el aperitivo. ¿Qué te apetece?

Sin pronunciar palabra, me abracé a ella para deslizarme sobre su carne firme, mordiendo la piel centímetro a centímetro, y arrastrando su ropa hasta encontrarme arrodillado sobre las baldosas de la cocina, entre sus piernas morenas, frente a su vulva que, como un dátil maduro, separaba sus labios para ofrecerme el interior, húmedo y dulce.

- ¿Acaso hay algo que pueda apetecerme tanto como tú?

Enterré mi rostro en aquel cuenco y la arrastré conmigo, sin manteles.



Domingo, 17 de Abril 2005