Hay tormenta seca. El viento golpea los árboles con furia. Retuerce las ramas, provocando un siseo quebradizo. Calor y arena contra los cristales, contra las paredes. Ni una gota de agua. Los relámpagos acuchillan la oscuridad y dibujan barrancos escarpados contra el cielo negro. La luna no se ve. El calor es pesado, sofocante.
La enésima noche en blanco, sin poder dormir, antesala de otro día agotador. Empiezan a hacer mella en mi ánimo. No me veo con fuerzas para afrontar otro día más, veinticuatro horas más de vela. Las cápsulas se presentan como una solución tentadora. ¿Qué importa que el sueño sea sintético? Mejor eso que nada... ¿Una?. Dos. ¿Tres?. Dos. Definitivamente, dos. El agua del grifo sale caliente. Todo está ardiendo.
De regreso a la cama, las sábanas son una tortura. Cierro los ojos. Intento dejar la mente en blanco. Relajarme. Repaso las instrucciones para relajar el cuerpo... veamos: primero los pies, destensa los dedos que parecen garfios, suelta los tobillos, afloja las rodillas... los muslos. Nada que hacer. Vuelvo a tener los dedos agarrotados, la cabeza bullendo como una caldera. Este maldito calor... nos va a matar a todos. Los perros resuellan. Se han refugiado en el suelo de baldosas del cuarto de baño, el único lugar de la casa que mantiene un residuo de frescor. Cuarenta y dos grados a la sombra, pero ¿donde está la sombra en estos campos de asfalto?. Ahora, noche cerrada, no bajamos de los treinta y cinco. Nos fundiremos, como trozos de hielo, icebergs de carne derretidos.
Otra vez la obsesión de pensar. Todo a la vez. Incluso lo prohibido. Me retuerzo en la cama. Me traslado a la mitad vacía, intentando recuperar las sábanas frescas, pero es inútil, no han tenido tiempo de enfriarse. ¿Cuando harán efecto las malditas cápsulas? Es igual, no importa. Ahora no es momento de hacer cálculos. No pienses, me digo. No pienses en el sueño. El sueño. Solo dormir, sin pensar en nada...
La tormenta sigue golpeándolo todo. Feroz. No escuches. El viento se queja. ¿El viento?. No. No es el viento. Es un niño que llora. Pero no... no puede ser un niño. No hay niños levantados a estas horas, ahí fuera, con esta tormenta. Seguro que es un gato. ¡Seguro!... ¿o no?. El llanto persiste. Dolorido. Asustado. Decido levantarme para ir a ver lo que ocurre, aunque me pesan las piernas terriblemente. Me dejo caer una camiseta por encima, de cualquier manera y salgo fuera. Apenas puedo ver nada. Está todo inusualmente oscuro. Ahora, el llanto parece llegar desde detrás de la puerta del sótano. No me gusta el sótano. Pero necesito comprobar qué es lo que está ocurriendo. Así que... me armo de valor, y abro la puerta.
Ahora puedo oírlo con toda claridad. Es un llanto quedo, un gemido. Sube las escaleras como pidiendo socorro. ¿Donde estás? ¿Quién eres?. Despacio, voy bajando los escalones de madera. A tientas, porque no consigo dar con el interruptor de la luz. Es extraño, pero estos escalones no parecen acabarse nunca... he bajado más de veinticinco, y siempre tanteo otro más. Desde abajo, el llanto llega cada vez más claro. Definitivamente, por increíble que parezca, es un niño... no. ES una niña. ¿Cómo lo sé?. Ni idea, pero lo sé.
¿Donde estás pequeña? Ya llego. Enseguida estoy ahí. Deja de llorar. No pasa nada. Es solo el viento, el calor, la tormenta. Pero no pasa nada.
Por fin, he llegado al final de los escalones. Esto parece el mismo infierno. Los sollozos llegan desde mi izquierda. Tanteo la pared y doy con el interruptor de la luz. Una pequeña bombilla, con una luz trémula y amarilla, oscila en el techo de una habitación pequeña, atestada de trastos y cajones cerrados. Tengo los pies sucios, he salido sin mis zapatillas. Mi niña llora más fuerte. ¿Mi niña?. Yo no tengo hijas...
Está ahí, agazapada, detrás de una caja. Rizos negros. Ojos brillantes de lágrimas. Pequeña, vulnerable, asustada... Me mira, hipa, sorbe las lágrimas... ¿a quién se le ha ocurrido dejar esta niña en un sitio tan oscuro, tan sola, tan encerrada?.
Vamos, ven aquí, ven conmigo. No pasa nada. Ya he llegado... dame la mano.
Extiende una mano pequeña. Guarda silencio y me mira. En la mano izquierda, aferra un puñado de lápices y cuaderno. Tomo su mano y tiro de ella hacia mi corazón.
Ven aquí, princesa... vamos a subir las dos ¿quieres?
Un gesto afirmativo. Sigue callada. Pero esboza ahora una sonrisa entre las lágrimas. La cojo en brazos (¡pesa tan poco!) y comienzo a subir las escaleras. Ahora, con la luz, es algo más fácil. Incluso parecen menos escalones. Fuera, la tormenta ha callado. La noche está tranquila y han asomado las estrellas. Volvamos a casa, pues. Todo está en orden.
Me sobresalta el sonido de una alarma. Un pitido estridente. Alargo la mano... y tanteo las sábanas. Un golpe al despertador. Abro los ojos y compruebo que son las seis de la mañana. ¿Que ocurre? ¿Donde está la pequeña?. Me incorporo de golpe en la cama y sacudo la cabeza. No está, se ha ido, pero...
Ha dejado los lápices y el cuaderno.
Lunes, 10 de Noviembre 2003