28/4/07

La Niebla

La arena de la playa se pegaba a sus pies, los enharinaba, lijándolos suavemente al hundirse bajo el peso de sus pisadas. Ante ella se extendía la niebla, de un gris amarillento, cubriendo la superficie del agua. Tan solo una tenue puntilla asomaba bajo el faldón grisáceo, lamiendo la orilla.

Era como un muro. Un muro quieto separándola de la barca, de la luz, de todo cuanto no fuera el palmo y medio de espacio a su alrededor. Sabía hacia que lado estaba el mar por la blonda que lamía sus pies. Y nada más. Alrededor todo era infranqueable, inasible, fantasmagórico.

- La muerte debe ser igual que esto -se dijo, con una sensación de angustia subiéndole desde la boca del estómago- Nada. Ni siquiera oscuridad. Solo una masa amorfa, envolviéndote.

Allí, quieta, tratando de mantener la calma, de no dejarse llevar por el pánico, se imaginó a sí misma respirando la niebla, volviéndose, como ella, insustancial y gris, apenas un cúmulo de gotas de agua flotando sobre el aire. Y a cada pensamiento, con cada bocanada de aire que aspiraba, aquel pensamiento se convertía en certeza, y la certeza en realidad -intangible-. Su cuerpo se fundía, sus vestidos se vaciaban de contenido.

Cuando al subir el sol quemó la niebla y la hizo huir, un par de horas después, nada quedaba de ella a la orilla del agua. Tan solo un amasijo de ropas alborotadas. Los pescadores dieron en pensar que, voluntaria o equivocadamente, se había adentrado en la mar.

Pero a María se la llevó la niebla, convertida en deshilachado copo de nube. Y nunca regresó.



Domingo, 25 de febrero 2007

Partida de billar


Los dos y nuestros cafés, arropados por las luces tenues de la cafetería. Sin demasiada parroquia, las conversaciones que nuestros vecinos de mesa mantienen son apenas un murmullo de fondo que rompe, de tarde en tarde, alguna risa o el entrechocar de las tazas y las copas.

Al fondo del local, bajo una luz cenital, extiende sus pastos verdes un pool de billar. Madera oscura y pulida. A su alrededor, varias banquetas flanquean las fronteras.

- ¿Jugamos?
- No sé jugar. Juega tú, y te miro.
- No pretenderás que juegue una partida solo... venga, anímate. Te enseño.
- Soy muy torpe.
- Yo también. Seremos dos torpes jugando al unísono.


Sin demora te levantas y caminas hacia la mesa. Eliges, con no demasiada atención, un par de tacos de diferentes longitudes. El mío –no sé por qué- más corto.

- Tú eres más chiquita

(Claro... -me digo- yo soy más chiquita... así que necesitaré un taco más largo para alcanzar el centro de la mesa ¿no?) No tenemos ni idea. Solo pensarlo me pinta una sonrisa. No tenemos ni idea... pero vamos a jugar. Porque de lo que sí tenemos idea, y mucha, es de que nos gusta jugar.

Partida. Las bolas de colores quedan agrupadas en el triángulo de pasta negra que, luego, levantas.

- Elige. ¿Lisas o rayadas?

Automáticamente pienso: “Me da igual el color de las bolas. Total, no voy a ser capaz de meter una...”

La bola blanca. La bola negra. Un surtido de esferas coloreadas, con un número inscrito. Visto que soy novicia, empezamos con un continuo de quince bolas... no vamos a complicar las cosas desde el primer momento. Arrancas y todas salen disparadas, cada una hacia un lugar distinto. Ninguna de ellas entra en el agujero. Me toca.

(Demonios... ¿cómo se sujeta esto?). Me estoy haciendo un lío con mis brazos y el billar. Es entonces cuando te acercas, hasta quedar pegado a mi espalda:

- Extiende el brazo izquierdo. Así ¿ves? Sujeta la punta del taco, suave, que pueda deslizarse sin trabas, pero guiada. Ahora, apunta. Tienes que golpear en el centro de la bola blanca, presta atención, que golpee sobre la parte exterior de...

¿Qué preste atención? ¡Cómo voy a prestar atención, si te tengo pegado al cuerpo! Todo lo que estás diciendo se convierte en un murmullo indistinguible, susurrado a mi oído. ¡Qué calor hace aquí!... y me está entrando la risa boba. A ver, no, espera, me voy a poner seria...

- Vale. Golpeo la bola blanca y ...

¿Esto es un golpe? El taco se desliza desde mi mano, entre mis dedos, empujando la bola como quien barre. ¡Jesús con la dichosa bola! ¡qué calor hace aquí! ¿no? ¿no?. Bebo un sorbo de café, que se está quedando helado. Te colocas, apuntas, golpeas la bola y una de las rayadas sale disparada hasta ir a perderse en la oscuridad. ¡Clonc!... otro golpe, un fallo.

- Te toca.
- Voy. Ya voy.


Esta vez lo intento con algo más de seriedad y, sorprendiéndome a mí misma, la bola choca contra el lateral de la mesa y rebota, deslizándose casi alegremente dentro de una de las troneras laterales. Nuevo intento... allá voy, miro fijamente la bola blanca y trato de buscar el camino que cruza el verde hasta una bola intensamente roja. Pero al otro lado de la mesa me pierdo en tus tejanos. ¿Lo estás haciendo a propósito? Maldita sea... ¡pues no se me ha escap...!

- ¡Muy bien! ¿ves como puedes?

Salpicón de besos y achuchones. En el bar cada quien está a lo suyo, y nadie parece interesarse por dos bobos que juegan a jugar al billar.

- No veo nada. Bueno, sí veo algo, pero no es lo que se supone que debería ver...
- ¿Qué...?
- A ti. Quítate de delante cuando estoy intentando concentrarme. Me pierdo en otro taco.
- Tonta.
- Tramposo.


Más besos. ¿Por qué saben más dulces tus besos cuando estamos jugando? Incógnitas de la ciencia. Sea como sea, no consigo concentrarme en las bolas. Clinc-clonc-clac, tacada, rebote, entrada. Me pierde tu culo. Y esa pose. Joder, esa pose...

- Nena, tu turno...
- ¿Eh? Ahh... voy, voy, voy.


Aferro el taco. Me inclino de nuevo sobre la mesa, respiro hondo... pasas, me rozas, me distraigo: (’cusha, que postura más sugerente... ¿y si ya que estamos...?)

- Nenaaaaa... vengaaaa, ¡dale a la bola ya...!

¿Qué le dé a la bola? –pienso, y me muerdo la lengua para no seguir pensamiento arriba- Malditas sean todas las bolas menos dos, joderyaquecalorhaceaquí...

Poco a poco, entre risas, bromas y veras, una tras otra van cayendo al saco las bolas de colores. El café se ha quedado vacío, solos los tres –la camarera está al otro lado del tabique, tras la barra-, la música suave y el rítmico entrechocar de las esferas, puntazo va, puntazo viene.

Gano. Me sorprende ganar. Me huelo el tongo... tú lo que tienes son ganas de que me engolosine con este juego, y prisa, mucha prisa, por jugar a otro.

- ¿Ves? No era tan difícil.
- No. No era tan difícil.
- ¿Otra partida?
- Bueno... pero la próxima sobre hilo, no sobre fieltro. El taco lo pones tú.


Risas. Más risas. Muchísimas más risas. Y, mientras me aprieto contra tu cuerpo, puedo sentir el fuego prendido hasta en la música:

You give me fever...





Viernes, 19 de Diciembre de 2006

MARS (Un cuento de juguete)



- Mamá... ¿es verdad que hay hombrecillos verdes en Tierra?

- ¿Quién te ha contado eso, Badger?

- Minx dice que su padre le ha contado que Tierra fue una vez un planeta azul, lleno de agua y de plantas, y que lo habitaban unos hombrecitos pequeños y verdes.

- El papá de Minx tiene mucha imaginación, Badger, no olvides que su trabajo es contar historias.

- Pero esa historia podría ser verdad ¿no?... quiero decir, ¿por qué vamos a estar solos en todo el Universo? En alguna parte tendrá que haber más gente, mamá...

- Seguro, Badger, en alguna parte, pero no en Tierra. Todo el mundo sabe que es un planeta estéril y desolado. ¿No atiendes a tu profesor de Ciencias Estelares?

- Pues el profesor de Historia Marciana dice que hay una leyenda sobre el origen de Marte que cuenta que toda la raza marciana procede de Tierra.

- ¿Eso dice tu profesor de Historia? Vamos Badger, no me lo puedo creer... además, las leyendas son solo eso, leyendas. A este paso acabarás creyendo que en la antigüedad teníamos seis brazos y antenas.

- ¿Y si fuera verdad? ¿eh, mamá? ¿Te lo imaginas? ¡Podría haber gente allí todavía, viviendo en cuevas subterráneas o algo así? ¡Tendríamos que ir a explorar!

- Está bien Badger, cariño, pero ahora duerme ¿de acuerdo? Mañana tienes el exámen de música y tienes que estar descansado. O Minx se quedará con tu plaza en el Auditorio.

- Uhmmmm, vale... pero seguro que los niños de Tierra no tenían que estudiar clases de música, ni ir al Auditorio, ni aprenderse los nombres de todos los fosos.

- Seguro que no, pero tú eres un niño de Marte y tienes que convertirte en un adulto de provecho, así que irás al Auditorio, aprobarás tu exámen de música y seguirás estudiando todo lo que haga falta. No querrás que Marte también acabe por convertirse en un planeta estéril solo porque no sepamos cuidarlo ¿verdad?. Me apuesto algo a que eso fue lo que pasó con los hombrecitos verdes de Tierra... como sus niños no estudiaban cuando fueron mayores no supieron cuidar de su planeta y se les murió.

- Ah... a lo mejor fue eso lo que pasó. Mañana se lo diré a Minx.

- De acuerdo, Badger. Pero eso será mañana, ahora duerme y descansa, cariño. Buenas noches.

- Hasta mañana, mamá...




Martes, 5 de Diciembre 2006

El ladrón de palabras

A diferencia de otros compañeros, Zebulón había llegado a la comunidad a una edad avanzada. En realidad había sido gracias a un golpe de desgracia, después de perder su empleo como dependiente en unos grandes almacenes. Cuando la ruina se aposentó en su vida y le quedó poco menos que nada por perder, lanzarse a por lo desconocido fue una aventura entre suicida y liberadora.

Claro está que otros, más jóvenes y ágiles que él, llevaban años de práctica en el oficio. Pero no tenían tanta dedicación, ni contaban con el acicate de su desesperación. El hambre ayuda, indiscutiblemente, a llevar a cabo las más arduas conquistas.

Así fue como, despacio, Zebulón se propuso aprender a robar palabras. Empezó con cautela. Robaba un verbo aquí, un adjetivo allá. Primero los cazaba al vuelo, sin tener un plan prefijado. Eran vocablos normales, que brillaban levemente en el batiburrillo de conversaciones ordinarias, como puede brillar un encendedor metálico en el interior de un bolsillo, o un portamonedas de lentejuelas en el fondo de un bolso. Pero, lógicamente, las palabras más comunes no se pagaban con demasiada generosidad. Los escritores, su clientela más habitual, o los políticos, astutos perseguidores de términos melifluos, hiperbólicos o retorcidos, no abonaban con la misma largueza un vulgar "tergiversador" que un contundente "hegemónico" o un esquizoide combinado de "dicotomía plural descentralizadora"... que nadie sabía lo que significaba, pero como cualquier traje nuevo de viejos emperadores, vestía muchísimo porque nadie quería reconocer su incapacidad para comprender el significado.

Zebulón aprendió a utilizar sistemas estratégicos: se colaba por internet y perseguía concienzudamente los bancos de pedantes que se movían entre las mallas de la red de redes, como sardinas plateadas en el mar, cubiertos de palabras brillantes, sonoras y apenas conocidas. En un principio, mientras estudiaba el terreno, explotaba los campos de chat, pero no tardó en darse cuenta que el vocabulario de la mayoría de aquellos espacios era limitadísimo y se arriesgaba, si no ponía atención, a perder lo que tenía almacenado en lugar de hacer nuevas capturas. Poco después, sin embargo, la Fortuna le vino a sonreír, mostrándole el camino de los foros. En los foros las palabras se quedaban prendidas sin fecha de caducidad a corto plazo, aunque a veces tenía que ser extremadamente ágil, pues algún que otro usuario sustituía los términos más complicados en provecho de una comunicación fluida. Las capturas aumentaron de forma considerable y Zebulón alcanzó grandes beneficios.

Las cosas hubieran discurrido de forma ventajosa para Zebulón, de no ser porque, a fuerza de andar siempre cazando los términos más llamativos, hermosos, complicados o curiosos, acabó por aficionarse a utilizarlos y, un día, combinó unos cuantos en hileras ordenadas, imitando cuidadosamente la forma en que los había visto utilizar por sus clientes.

He aquí que Zebulón escribió un libro, con todas las palabras robadas.

Y al pobre infeliz lo condenaron, por plagio.



Sábado, 2 de Septiembre 2006

La casa blanca

En la distancia la casa blanca parecia una caja de zapatos, abandonada sobre la ladera parda, salpicada de matorrales prendidos como borlas amarillentas en una malla imperceptible. El camino trepaba bajo un sol cenital y abrasador, que aplastaba las lagartijas contra las pequeñas piedras de la senda, o las hacía correr como locas sobre las puntas de sus diminutas garras, hurtando el vientre del contacto con la sartén de piedra, a esconderse en las grietas del terreno, o bajo los arbustos.

A medida que te acercabas podías percibir las irregularidades de las paredes de cal y ver la puerta oscura que se abría, como una boca que bostezase adormilada al sol. En cuanto traspasabas la entrada el ambiente cambiaba, se tornaba umbría fresca, húmeda caricia, invitadora. Cruzabas las habitaciones en sombras, con la luz colándose a hurtadillas a través de las persianas de madera verde asomadas al patio, como si todos los ojos de la casa fuesen introspectivos y mirasen a su corazón y no hacia su piel.

El patio era un vergel, un oasis verde, un mundo aparte. Los azulejos al sol chispeaban sus flores esmaltadas, sus arabescos, sus geometrías estelares. El suelo acariciaba los pies descalzos, caliente bajo el sol y fresco allá donde las copas del limonero y el olivo dibujaban telas adamascadas, cruzándose con las líneas más oscuras de la pérgola y su cubierta de hiedra, buganvilla y biznagas.

Y la fuente. Un murmullo fluctuante, que tintineaba en una escala musical armónica cuando el agua se lanzaba en picado desde la vertical del surtidor contra el cuenco estrellado de la pileta, un octógono de mosaicos blancos, azules, verdes, un laberinto donde un pequeño hilo dorado, abandonado por una Ariadna ausente, buscaba la salida.

En el corazón de ese patio, donde latía la fuente y asombraban los árboles, Isabel se acomodaba en su sillón de enea, sosteniendo entre sus dedos largos la circunferencia de madera del bastidor y en ella dibujaba otros jardines, complicados y oníricos, donde las flores más exóticas convivían en poses imposibles con aves fantásticas, con dragones y peces dorados, con bocas habitadas por besos de caramelo.

Arrinconadas por algún manotazo del viento, entre hojas secas y vilanos polvorientos, aleteaban las hojas de papel marfil, sembradas de letras como patas de araña, azul royal, con su caligrafía tan peculiar, abierta y generosa, llena de ondas expansivas. La misma caligrafía que había llamado a mi buzón, poco tiempo antes, para invitarme a invadir su refugio, el patio-oasis que casi nunca abandonaba porque la vida se había acostumbrado a llegar y acomodarse en su regazo para dejarse acariciar y ya no tenía que salir a buscarla.

Sobre la mesa dormitaba la vieja pluma-fuente, y un libro de tapas cruzadas por diminutas cicatrices, un libro que mostraba señales de estar vivo, de ser acariciado con los dedos y los ojos. Y yo quise ser libro y no abandonar jamás las manos de Isabel. Las manos de color canela que acariciaban la seda, el papel y los pétalos.

Así llegué a la casa blanca y no deseé apartarme de su sombra fresca y fértil. Convertido en un árbol hambriento de aquella tierra oscura que me había prendido las raíces.



Miércoles, 6 de julio 2005

Pot-au-feu

Cuando abrí la puerta lo primero que advertí fue un olor denso y dulce, que se enredaba a mí como los velos ondulantes de una bailarina egipcia, abrazándome desde el primer momento, sin darme tiempo para otra cosa que desprenderme de la chaqueta y el maletín y abandonarlos precipitadamente en el perchero del vestíbulo. Era una de aquellas tardes que Lola dedicaba a su magia de lumbre y caldero.

Ver cocinar a Lola me resulta hipnótico y seductor. Me quedo atrapado en su telaraña de aromas, texturas, sonidos y colores. Por eso, cuando guisa, acostumbro a acurrucarme en un rincón de la cocina, como un “voyeur”, atisbando sus más pequeños gestos. Las sesiones culinarias de Lola acaban siempre, inevitablemente, mucho más allá de la mesa y el mantel.

Aquella tarde no iba a ser distinta: Crucé el umbral y la vi de espaldas, inclinada ligeramente mientras mechaba y ataba una pieza de carne. El lazo de su delantal oscilaba, culebreando sobre sus nalgas amplias cubiertas por la camiseta corta, que permitía ver sus muslos casi en toda su extensión, escatimando sólo un breve trozo de carne al norte de aquellas dos columnas de nogal pulido. Ya me perdía en los hoyuelos de la parte posterior de sus rodillas cuando, girando levemente la cabeza al oírme, esbozó una sonrisa y un gesto de bienvenida.

- ¿Ya llegaste? Si esperas que termine con esto te preparo algo para picar.

“¿Quién querría picar nada que no fuera tu carne, Lola?”, dije para mí mismo. Sin embargo asentí, ansioso por hacerme un lugar en la cocina y poder disfrutar el espectáculo.

Hacía calor; tal vez por el horno encendido o el vapor de las ollas al fuego. O pudiera ser la sangre, que había emprendido una carrera feroz por mis venas.

Del pañuelo de flores que recogía pulcramente sus rizos negros escapaban, sobre el precipicio vertical de su cuello moreno, guedejas enroscadas sobre sí mismas, como zarcillos de hiedra oscura. Las pequeñas bombillas halógenas empotradas en el techo les arrancaban brillos metálicos, pues su pelo estaba empapado de sudor, igual que ella. Exudaba un olor dulzón, parecido al de ciertas orquídeas, ligeramente pegajoso, que se mezclaba con el del contenido de las cazuelas en una combinación extraña y atrayente.

Sus manos no paraban quietas. Frotaba una pieza de carne atada con bramante, masajeando con sus dedos largos empapados de aceite, hierbas y especias, acariciándola por toda la superficie. Imaginé aquellos dedos acariciándome a mí, y antes de darme cuenta tenía una erección imposible de disimular. Tragué saliva y carraspeé sin que ella, concentrada en su tarea, me hiciera caso. Con el movimiento, sus pechos se mecían bajo el fino algodón de la camiseta, y a cada bamboleo los pezones se insinuaban, desafiantes, bajo el tejido.

Su voz, grave y sensual, rasgó la imagen como si fuera de papel:

- Acabaré enseguida.


Me levanté a servirme una copa de vino, más por tener las manos ocupadas que por necesidad de beber.

- ¿Quieres?
–le pregunté.

- Uhmmm… sí, por favor. La botella de la izquierda es nueva, probémosla – me indicó, al tiempo que empuñaba un cucharón para remover suavemente la crema que espesaba en un cazo; sus dedos envolviendo con firmeza el pulido mango de madera.

El vapor caliente coloreaba sus mejillas y las hacía brillar. Mientras yo servía el vino, examinó con atención la mezcla y, alzando el cucharón goteante, asomó la lengua entre los labios carnosos para tentar con cuidado la punta cremosa, relamiéndose después y emitiendo un ligero chasquido.

- Creo que le falta un poco –anunció, pensativa y, antes de que me diera tiempo a reaccionar, hundió su índice en la superficie de la salsa y me lo ofreció. A punto estuve de derramar las copas cuando la carne tibia se introdujo en mi boca. Paseé la lengua alrededor de la falange, mordisqueando la punta del dedo, succionando con ansia. Ella dio un tironcillo ligero soltándose...

- ¡Ehhh…! ¡Caníbal! ¡Mi dedo!

- Lola… -gemí.

- Después. Ahora estoy ocupada.

Deslicé mi mano bajo su delantal, tirando de la camiseta en un desesperado intento por tocar su piel. Por el camino, tropecé con la cintilla breve de las braguitas en sus caderas y la usé de guía para alcanzar a tientas el sexo, al sur boscoso de su vientre. Hundía ya los dedos en los rizos húmedos cuando hurtó el cuerpo y se separó de mí.

- Eres tremendo. Déjame acabar de preparar esto para meterlo en el horno. Dame cinco minutos.

Me aparté, con desgana y no poca frustración. Lola me observaba fingidamente seria, pero con una chispa endemoniada en las pupilas, centelleantes como libélulas noctámbulas. Después, dejó escapar una risa suave y volvió a su tarea. Canturreaba como una niña desenfadada; o como si hubiera acertado en una nueva receta para su colección de platos mágicos.

- ¿Tienes hambre?

- Voraz. Estoy famélico. No puedo esperar… -y ambos sabíamos que no me refería al asado precisamente.

- Me daré prisa. Alcánzame esa fuente. ¡Vamos…! no te quedes ahí quieto…

Aceleró sus movimientos entre las bandejas, mientras yo contemplaba las evoluciones de su cuerpo y apresaba, de vez en cuando, la visión fugaz de sus braguitas mínimas cuando se estiraba para alcanzar algo. Sus pulgares hendían, uno tras otro, varios higos maduros que colocaba sobre un lecho de gruesas ruedas de manzana. Las drupas moradas, entreabiertas rodeando la carne, eran recuerdo y tentación.

Por fin, abrió la puerta del horno y se inclinó para introducir la bandeja del asado, mostrando al hacerlo el hendido plenilunio de sus nalgas, apenas cubiertas de encaje azul. La rueda del temporizador crujió de dientes entre sus dedos mientras ella se erguía, desafiante, girándose hacia mí al tiempo que, con una sonrisa seductora, me susurraba:

- Tenemos una hora para el aperitivo. ¿Qué te apetece?

Sin pronunciar palabra, me abracé a ella para deslizarme sobre su carne firme, mordiendo la piel centímetro a centímetro, y arrastrando su ropa hasta encontrarme arrodillado sobre las baldosas de la cocina, entre sus piernas morenas, frente a su vulva que, como un dátil maduro, separaba sus labios para ofrecerme el interior, húmedo y dulce.

- ¿Acaso hay algo que pueda apetecerme tanto como tú?

Enterré mi rostro en aquel cuenco y la arrastré conmigo, sin manteles.



Domingo, 17 de Abril 2005

Laura ya no vive aquí

A través de la ventana el paisaje es cemento y uralita, asfalto y ladrillo. Las gotas de lluvia se pasean por los cristales, haciendo slaloms entre los frágiles copos de nieve que se derriten a su paso.

Los ojos de Laura no ven el cemento, miran más allá, al otro lado de las nubes, y contemplan los cálidos rayos del sol iluminando una playa y haciendo brillar las pequeñas olas que burbujean sobre la superficie azul del mar.

La arena bajo sus pies es tibia, con una tibieza que invita a tenderse en ella. Tiene el tacto de la piel de un amante, suave, pero firme. Se adapta a sus curvas, la abraza en su dureza, la retiene sin forzar. Laura se siente bien, en ese mundo extraño donde el tiempo y el espacio no existen, exiliados en la otra cara de un lienzo intangible.

Con los ojos cerrados Laura rueda desnuda sobre la arena de una playa azul y la huella de su cuerpo traza el dibujo de la eternidad.

Fuera de la ventana, al otro lado de sus ojos cerrados, la lluvia sigue golpeando, monótona y helada, los cristales.


Jueves, 7 de Abril 2005

Nostalgia

Como música de fondo suena The way we were. El piano desgrana las notas como si fueran gotas de agua zambulléndose en un estanque y un violín hace las hace revolotear en las ramas de un pentagrama.

Estoy sola en el cuarto y me dejo mecer entre unos brazos intangibles. Reclino la cabeza sobre un pecho ficticio y una lágrima se desliza por el tobogán. Me rodean tus libros, nuestros libros; tu música, nuestra música, me rodeas tú, que ya no estás.

Lloro demasiado últimamente, sin razón alguna, sin un motivo que justifique la tristeza. Es como si en algún lugar, ahí dentro, una vieja presa se hubiese agrietado de arriba abajo y dejase escapar su contenido de sombras y recuerdos. No hacen apenas ruido al fluir, pero lo empapan todo. Comprendo que, de alguna manera, esa marea imparable me permite aferrarme todavía a cosas que ya no existen, ni pueden regresar.

Y es entonces cuando asoma aquella vieja canción, la que canturreabas siempre, en serio o en broma, para disfrutar de la melodía o quejarte. ¿Recuerdas? Habías creado incluso tu propia versión escatológica, y cuando la cantabas yo sabía que estabas furioso…

Feelings, nothing more than feelings,
Trying to forget my feelings of love.
Teardrops rolling down on my face,
Trying to forget my feelings of love.


Tú no volverás y, algunos días como hoy, siento que tampoco existe una razón de peso para que yo continúe aquí, con la esperanza puesta en algo que solo vive en mi imaginación.

Feelings, feelings like I've never lost you
and feelings like I've never have
you again in my heart.

Feelings, for all my life I'll feel it.
I wish I've never met you;
you'll never come again.

Feelings, feelings like I've never lost you
and feelings like I've never have
you again in my life.


¡Cuánto te echo de menos…! ¡Qué falta me haces!


Sábado, 26 de Marzo 2005

Carta a Esaú

Casi doscientos días pasaron ya desde nuestra despedida. Uno tras otro, sus soles fueron cruzando el horizonte. Desde entonces, la luz, que comenzó encogiéndose de frío por tu ausencia, se estira poco a poco, como si pretendiera alcanzarte y traerte de regreso. De perlas blancas se han llenado los dedos huesudos de los cerezos. Los míos esperan todavía para poder rozar tu piel.

Copié tu antiguo gesto y dibujo espirales sobre mi vientre, arropada en las sombras, aunque el hoyuelo diminuto donde buceabas no existe ya. Se ha transformado en el cono de un volcán, diminuto así mismo. Bajo su cúpula late el pequeño corazón de un pájaro de fuego. Escuchando su canto me duermo por las noches.

En primavera nacerá nuestra hija. Como tú, llevará en el nombre la huella de la ciudad donde, sonámbulos, nos conocimos y enredamos nuestros sueños. La ciudad del deseo, perfecto laberinto de calles que conducen a un paraíso protegido, gemelo al laberinto que recorremos cuando, siguiendo un hilo heptacromático y tenue, alcanzamos el corazón de nuestra burbuja azul, del lado oculto de la luna.

Tu hija y yo conversamos sobre ti. Reescribimos tu historia con palabras que ninguna pronuncia, palpamos tu sombra, te acariciamos, soplamos sobre tus párpados dormidos para alentar tus sueños, buscamos tu latido para completar el compás de los nuestros. Ignoramos cuanto tiempo aún habremos de permanecer sin tus caricias. En ocasiones, eso la enfurece. Mi cuerpo es para ella, entonces, una jaula que la aprisiona entre muros de carne y barrotes de sangre, impidiéndole correr a tu encuentro. Empuja, patalea, golpea airadamente todo cuanto encuentra a su alrededor, hasta que ambas terminamos exhaustas, sin fuerzas para más.

Mientras, pasan los días, y gira de nuevo el paisaje del valle. Cuando llueve cruzo el portón y dejo que la lluvia nos empape, dibujando ríos y cañadas, como hacíamos juntos cuando estabas aquí. Bajo el aguacero, imagino que es tu boca, y no las tibias gotas de la lluvia, la que recorre mi piel.

Imagino tu regreso, camino arriba, demorándote en todos los recordos hasta alcanzar el seto verdinegro, recubierto de escaramujo y zarzamora que envuelve nuestro hogar.

Soplo los vilanos. Sujeto a su plumón este mensaje y el viento los arrastra, pronunciando tu nombre como un eco:

Esaú, Esaú... mis brazos están huérfanos.


Martes, 8 de Marzo 2005

Carta prohibida a un amor ausente

¿Donde andarás?. Hace frío. Estoy aquí sentada, meditando, dando vueltas a pequeñas naderías. Decidí ponerme a coser (esta vez trapos, no historias). Pero la mente pasea mientras las manos trabajan...

La vida se ha instalado en una rutina insidiosa, y aún así preferible a los sobresaltos a los que me tenía acostumbrada. Ya no hago planes. Tengo la absurda sensación de que ocurrirá algo que los desmorone. Vivo al día, o tal vez simplemente deambulo por la vida.

Océanos de preguntas. No tengo nada. No sé nada. No veo nada. No quiero nada. Soy pequeña, limitada, el amor me viene grande. Vuelvo a la costura. Las puntadas se persiguen, derechas, unas a continuación de otras. ¡Ojalá pudiera alinear con tanto orden mis pensamientos!. ¡Que alboroto dentro de esta cabeza!. Si los dibujo para ti, sobre el papel, quizás sea capaz de encontrarles sentido.

La noche avanza. No veo la luna, aunque sé que navega por ahí arriba, porque la vi, muy temprano, cuando el cielo aún era azul y estaba brillante de sol. Andaba alta, próxima ya al plenilunio, panzuda como una embarazada a punto de parir miles de estrellas. Por los patios maúllan los gatos, como todas las noches. Y dos borrachos discuten a voz en grito, hasta que alguien les amenaza desde una ventana, harto de que no le dejen conciliar el sueño. El mismo sueño esquivo que yo no alcanzo y a ellos les escamotean.

Detengo la aguja, suelto la labor, cierro los ojos. Te dibujo en mi mente... sí, creo que es el momento perfecto para hacerlo. Y se me eriza la piel de pensar en las yemas de tus dedos trazando líneas sobre su orografía. De pensar en tu boca dibujando caminos. Y se dispara una chispa, prendiendo brasas del vientre al pecho. Carne. Latidos. Humedades. A falta de tus tactos me recorren los míos. Cosquillean entre los senderos que va abriendo la memoria. Esta boca la habitó tu lengua. Aquí se posaron tus labios, aquí rozaron tus dientes, más abajo anudamos dos hambres, devoramos, bebimos. Mil sensaciones contenidas en las puntas de los dedos. Roces insinuados sobre órganos lamelibranquios, expediciones al fondo de la sima. Aquí se derritió la carne en borbotones de espuma blanca y dulce. En este caldero se mezclaron ansiedades y miembros. Recorre, busca, golpea el atanor de la memoria del sexo húmedo, que recuerda por su cuenta y riesgo. Así el cuerpo se me enciende, entre mis propias manos pensadas como tuyas, metamorfoseadas en ti, y se abre desesperado y voraz, fagocitando falanges que recrean un burdo remedo de tu sexo imbricado en el mío. Hasta explotar, ahíto de la nada, reverberando la carne en un tembloroso latido, jadeante, próximo a la pequeña muerte... tan solo falta un aroma, tu aroma.

El sueño se insinúa. La costura quedó abandonada. Sin frío por fin, me deslizo bajo el edredón. Lástima de tu ausencia, que ha dejado mi cama vacía. Son las cuatro, dos horas para soñarte. Y en el último parpadeo todavía se abre paso una pregunta:

¿Porqué contigo, casi siempre ausente?.


Domingo, 7 de Noviembre 2004