28/4/07

A las cinco, en La Plata

El figón se llama “La Plata”. Su puerta se abre tras una cortina de canutillo, entre la vieja cordelería y el cuchitril del remendón.

A media tarde, cuando, después de comer, los escasos parroquianos se van, Pitanza, el dueño, sestea en la penumbra fresca, con la cabeza recostada entre los brazos y su corpachón seboso desbordando una vieja silla de enea, al sur de la barra. Sus ronquidos dominan sobre el monótono batir de las aspas del ventilador y el zumbido persistente de una mosca, engolosinada con los restos pringosos al borde de un vaso.

Fuera todo está quieto. La calle parece un horno, bajo un sol inmisericorde que arranca sudor a los adoquines. Las lagartijas boquean, huyendo a buscar refugio. Al otro lado de la puerta de la cocina, cerrada para no molestar el sueño del amo, Soledad, su mujer, recoge y pasa la fregona por el suelo de baldosa roja, canturreando bajito. Un quejío ronco que vibra en su garganta. En la cocina bulle una cazuela con caracoles. El sudor resbala en regueros, adentrándose entre sus pechos y pegándo la blusa a su piel morena.

Al terminar seca las manos en un paño de cocina y entreabre una rendija de la puerta; comprobando que su marido duerme para volver a cerrar, echando el pestillo. Del interior de un tarro de especias saca un puñado de hebras de tabaco y un librillo de papel de fumar.

Con un suspiro quedo, de fatiga, se sienta a la mesa. Sus dedos hábiles reparten la hebra a lo largo del papel, con atención. Soledad sólo tiene dos vicios que oculta a Pitanza; uno es liar un cigarrillo cuando recoge la cocina; otro, la sombra que cruza en ese preciso momento la puerta trasera: Rafael, el patrón del “Tormenta”.

Al paso del hombre se cuela un haz luminoso, guillotinando la penumbra, convirtiendo las baldosas húmedas en un charco sangriento, hasta que, con un sigiloso chasquido, Rafael cierra la puerta a sus espaldas y las sombras renacen.

¿Duerme? – pregunta.

Ella demora un instante la respuesta, mientras el vértice de su lengua asoma, como un fresón en sus labios entreabiertos, humedeciendo el borde del papel. Termina de liar el cigarrillo, con parsimonia, antes de responder:

Su siesta es sagrada.

Un tono despectivo se deja sentir en su voz.

¿El sueño de los justos? –masculla él. Y la mujer sonríe, levemente irónica.

Más bien el sueño de los mansos, Rafael.

Él se acerca, hasta quedar frente a ella, sus largas piernas rozando las entreabiertas rodillas.

Mujer, eres un demonio
–murmura y, mientras lo hace, su mirada resbala por la piel húmeda, el precipicio al borde de su escote, los pechos redondos y erguidos, el talle esbelto, la cintura estrecha y los pliegues suaves de una falda que envuelve las caderas amplias y dibuja laderas floreadas sobre unos muslos largos y firmes.

Ella levanta la mirada y ríe bajito, ronca, pero abiertamente, mientras alza los brazos y se desprende de las peinetas, dejando caer su pelo negro como una cortina.

Te vas a condenar al fuego del infierno.

De cabeza al infierno, sí señora –dice, mientras se arrodilla ante la dársena abierta frente a sus ojos.

Sus manos, ásperas de mar, rodean los tobillos y ascienden piel arriba, acariciando las pantorrillas suaves, entreteniéndose en el hueco bajo las corvas. Milímetro a milímetro los pulgares arrastran la falda, hasta dejar al descubierto los muslos... y más. Las manos de Soledad atraen despacio la cabeza del hombre hacia su sexo. Un olor limpio, ligeramente acre, a hembra, le inunda la nariz cuando entierra el rostro en el hueco de sus ingles, cubiertas de blanco algodón. Arrastra despacio los labios, rozando la superficie acolchada por un nido de vello rizado. Los muslos se tensan levemente cuando las manos de Rafael se aferran a las nalgas, empujándolas hacia su boca. Un gemido sordo brota de la garganta de Soledad, que se desliza al borde de la silla. La lengua del hombre persigue el elástico de algodón, insinuándose entre el vello, humedeciéndolo con suaves toques hasta que, en un gesto brusco, desgarra la tela, precipitándose en busca de la vulva escondida bajo aquel bosque oscuro. Los muslos tiemblan, abiertos de par en par ante la invasión de aquella lengua voraz, que recorre los rincones y se hunde profundamente, como un falo minúsculo y ágil, intentando alcanzar el fondo.

Rafael...

Ella gime, quedo, y él la tiende en el suelo para después cernirse, encajado su cuerpo entre aquellas tenazas morenas, resiguiendo su costado con las manos y arrastrando hacia arriba los brazos femeninos, firmemente sujetos por las muñecas, contra el terrazo rojo. El movimiento alza los pechos, los pezones apuntando al cielo, bravíos, ofreciéndose como dátiles oscuros antes su boca.

Soledad...

En un instante, todo se vuelve un torbellino de brazos y piernas enredados, de bocas que muerden, devoran la carne tibia, viva; dedos como tentáculos que buscan, indagan, hurgan bajo la ropa. La palma de una mano se desliza sobre un vientre y se hunde, a la captura de un sexo húmedo, caliente. Los dedos de Soledad envuelven acariciantes la verga, deslizándose como anillos desde el glande hinchado y brillante hasta la base. Un vaivén lento, sugerente. Luego, la boca sustituye a los dedos, lamiendo, envolviendo la carne en una vulva armada de marfil y una lengua de fuego.

En ese instante, tintinean fuera los canutillos de la cortina. El ronquido se detiene cuando la voz de Romerito, el cordelero, despierta al patrón, mientras en la cocina pone en pie, sobresaltados, a los amantes:

Ponme un vinito, Pitanza, qu’estoy seco de la estopa.

La silla de enea cruje cuando Pitanza se levanta para atender.

¿Qué horas son éstas, Romerito, mamón...? ¿no tiés ná más q’haser que joderme la siesta?

Mientras no te joda la mujer, tú tranquilo...

¿Soledá...? Quisieras tú echarle mano a mi jaca, bribón... pero no te caerá esa breva. Soledá lleva la rienda corta y yo tengo la vara larga. Bien sabe esa lo que le conviene.

Zanahoria y palo, como a todas... y montarlas a menudo, que conozcan bien al amo. A tó esto... ¿dónde anda la moza?


En lo suyo, metida en la cocina, como corresponde... y que no la vea yo salir. Lo mismo anda echando una cabezada. Siempre se encierra un rato. ¿quiés algo?

Ná... saber como coño se las ha ingeniao un capón como tú p’hacerse con una hembra como esa.

Se la cambié al desgracíao de su padre por el pagaré de unos duros que me debía. Y como vuelvas a llamarme capón te pone el vino tu puta madre... –gruñe, irritado, Pitanza- ¿algo más?

Ná, hombre, ná... era una broma. Ea, el vino, ná más.

En la cocina, los amantes dejan escapar un suspiro de alivio. Rafael se abraza a la espalda de Soledad, besa su cuello, amasa sus pechos, levanta sus faldas hasta descubrir las nalgas prietas y redondas, deslizándo sus dedos sobre la vulva, empapada.

Ábrete, Soledad –masculla en sus oídos- dámelo ahora. Ahora, con el cabrón joputa ese ahí fuera, bien despierto.

Inclinada sobre la mesa de la cocina, con una mirada de odio fija en la puerta, Soledad separa las piernas y se ofrece, húmeda, a la verga enhiesta que se introduce, poco a poco, dentro de su cuerpo, abriéndose paso hacia sus entrañas. Despacio al principio, más deprisa después, galopan ferozmente, mordiéndose la lengua para no gritar hasta que, en un último y feroz embate, cruzan la frontera y un estallido seminal los llena, dejándolos temblorosos y exhaustos.

Fuera, dos hombres hablan de toros, de fútbol, de dinero, de hembras... Dentro de la cocina, un reguero de besos se desparrama piel a piel, mientras Rafael abraza a Soledad contra su pecho.

Cada vez que pienso que te metes en su cama cada noche, que te toca... lo mato, un día mató a ese cabrón.

Hunde el rostro contra el hombre, que huele a sudor.

Pues no lo pienses más. Pitanza es un manso, Rafael... un cabestro impotente.


Me importa un carajo que sea impotente, Soledad. Mañana por la noche, cuando la taberna esté llena y él esté a lo suyo, te vendré a buscar. No cojas nada, tiempo habrá para que lo tengas todo. Mi “Tormenta” nos llevará bien lejos. Esto se acaba aquí.

Ella sonríe, ésta vez con una sonrisa serena, casi alegre.

Así sea, Rafael... pero ahora, vete.

Un último beso. El portón trasero de la cocina se abre a una calleja desierta y ciega, que arde al sol, y la luz baña de nuevo las baldosas. Un hombre cruza sobre el rojo sangrante del suelo.

Mientras, al otro lado, vuelve a sonar el tintineo de la cortina, y la voz del tabernero aúlla:

¡Soledá...! ¡espabíla y saca las raciones, que ya está bien de tanto dormir!. ¡A ver si mueves el culo y te ganas las habichuelas que te comes!

Y Soledad, al otro lado, tira sus bragas rotas y el cigarrillo sin fumar al fondo del bidón de la basura, se sacude la ropa y prende de nuevo su pelo con las peinetas. Toma una cazuela con caracoles y abre el pestillo:

En un minuto pongo las banderillas. Ahí tienes los caracoles, Pitanza... y ojito, que van calientes.



Martes, 28 de Septiembre 2004