28/4/07

Espejismos

Despierto sobresaltada. Agobiada. Me ahogo. Toso, y borbotones grumosos salen disparados, pestilentes y agrios. Una mezcla espesa me resbala por la mejilla y se acumula en la oreja. La rebosa y se desliza caliente hasta la nuca. ¡Estoy vomitando!

Abro los ojos, alarmada. Me incorporo y dejo que los restos del estómago se vacíen entre mis piernas. Los espasmos me taladran el cerebro.

Temblorosa, camino hacia el baño pisando el mármol frío con los dedos encogidos. Estoy desnuda y helada, pero necesito librarme del olor inmediatamente. Me lavo la cara y bebo el agua del grifo entre los dedos. Sueno con fuerza la nariz en la toalla, y unos coágulos morados resaltan sobre el fondo blanco y perfumado. La arrojo al suelo. El espejo me devuelve todo el desamparo del mundo. Me quiero morir.

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Es imposible dormir con ese ronquido en la nuca. En la enésima vuelta las sábanas, empapadas de sudor agrio, se pegan a mi piel. La mole a mi espalda ni se inmuta al recibir dos patadas, mal disimuladas en la excusa de un sueño agitado.

Desesperada, abandono la cama, chancleteando hasta la cocina. Ni siquiera aquí estoy a salvo. Sobre la puerta de la nevera mi última foto, sacada a traición en un probador, durante mi incursión en unos grandes almacenes, comparte espacio con la contundente y espléndida Catherine Zeta Jones. A la mierda las dos. Abro de un tirón la puerta y la luz se desparrama sobre el linóleo. Mientras la emprendo con los restos del asado pienso que, si tuviera valor, pegaría fuego a todo. Estoy harta de este lugar, de esta vida de saldo, de hacer malabarismos para llegar a fin de mes. Harta del mastodonte que ronca como un otario. ¿Admitirá un juez veinticinco años sin dormir en paz como causa de divorcio? ¡Qué tentación de taparle la boca con la almohada hasta callar ese maldito ruido!.

Doy vueltas a la idea mientras contemplo, contra el cristal de la ventana, el reflejo de una cincuentona gorda devorando a dentelladas un grasiento muslo de pavo. De buena gana la mataría.


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La voz adormilada de mi mujer me arranca del sueño. Desde la cuna llega un gañido impaciente, como el maullido de un gato. Me levanto, gruñendo de frío. Nuestro hijo patalea, envuelto en su pijama y enredado en un batiburrillo de sábanas. Le tomo en brazos y olisqueo. Necesita un cambio de pañales, pero está impaciente por mamar, así que lo deposito contra el pecho de su madre y el pequeño glotón se aferra inmediatamente al pezón. No me extraña. Tampoco yo consigo alejarme de esas lunas gemelas.

Mientras preparo el baño y lo necesario para cambiarle mi imagen en el espejo me observa bostezar: "Quién te ha visto y quién te ve!¡El fresco del barrio cambiando pañales!".

Pero me importa un carajo lo que diga el espejo. Mi hijo es mi vida.


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Quiero creer que es real. He perdido la cuenta del tiempo que llevo enredada en estos brazos, pegada a su piel. Puedo sentir el vello rizado de su pecho cosquillear en mi mejilla, y el latido pausado. Sus manos se deslizan sobre la curva de mi espalda, en viajes de ida y vuelta, resbalando entre mis nalgas e insinuándose provocativas por el vello empapado de mi sexo y subiendo de nuevo hasta la curva de mi pecho, demorándose en los pezones. Aun sin haber recobrado totalmente el aliento siento una cuerda tensarse en mi interior, un estremecimiento de anticipación. Hace unas horas no lo hubiera creído, pero ahora debo rendirme a la evidencia: está pidiendo más. Pausadamente, deslizo la lengua sobre la piel de su costado, trazando un camino salino hacia sus ingles. Sus manos atrapan mi cabello, extendido como una red sobre su vientre. Rodeo, morosa, la enhiesta verga, empujándola con mi rostro para, en un movimiento envolvente, abarcarla en su totalidad. Absorta en las sensaciones que despierta en mi boca, no puedo contener la protesta al sentir que se aparta bruscamente, mientras sus manos aferran mis caderas y me levantan sobre el falo erguido para hacerme bajar de nuevo en un movimiento firme y profundo, montándole a horcajadas. Cabalgo, despacio al principio, acelerando el ritmo más y más. El vaivén transmite un golpeteo rítimico al cabecero de la cama, que choca en la parred. De soslayo, contra la puerta-espejo del armario, veo mi silueta desbocada y aullante. Una mujer en pleno estallido y, así, una vez más, la quinta en esta noche sin descanso, me dejo ir al tiempo que le arrastro conmigo.

Podría morir así.


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Dos minúsculos icebergs navegan un mar ámbar, encerrados en la restringida deriva de las paredes de vidrio. Hace cuatro días que ella se fue y parecen una vida. Eché la llave y los cerrojos. Largué a la mujer de la limpieza y sólo abro la puerta al repartidor del chino que, como no habla mi idioma, se limita a entregar el pedido, cobrar y largarse. Los envases de chop-suey y rollitos primavera esparcen sus restos resecos sobre el entarimado, haciendo compañía a dos botellas de bourbon vacías y varias cajetillas de Rothman's. La pantalla del ordenador despide una luz azul sobre la habitación. En el centro, un sobre por abrir me advierte que he recibido correo nuevo en mi buzón, y en el margen inferior un aviso me indica que "nocturna_sin_chopin" acaba de iniciar la sesión. Criaturas intangibles, lejanas, inexistentes. La realidad es una habitación vacía. Soledad y silencio.

Pero no. La noche no es silenciosa. En la calle resopla el camión de la basura y los operarios zarandean estrepitosamente los contenedores. Desde un piso llega el llanto de un crío que se apaga entre hipidos, seguramente en brazos de su madre. Más allá alguien abre un grifo y provoca que las viejas tuberías tamborileen con brusquedad entre las paredes de hormigon, disimulando apenas el concierto de ronquidos que traspasa los muros. En una de las cocinas, sobre el patio de luces, se oye un estallido de vidrios rotos, que no interrumpe el rítmico tam-tam de una cama golpeando al otro lado de mi pared, con acompañamiento de jadeos y aullidos varios, a juzgar por los cuales mi vecino, que saltó ya la tapia de los cincuenta, parece mantener la forma física suficiente para marcarse un pleno tras otro, el muy cabrito.

En cambio yo, desde que ella se fue, lo único que hago es brindar con ese imbécil sin afeitar que me observa desde el espejo, preguntándome que demonios fue lo que hice mal. Deseando morirme, o matarla, o las dos cosas a un tiempo.


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- Paula ¿todavía sigues ahí? ¿sabes que hora es?

- Sí. Es tardísimo... pero cada vez que intento pasar de los primeros párrafos me meto en una habitación diferente.

- Déjalo estar. No vale la pena que te empecines. Mañana será otro día y lo verás de manera diferente.

- Ya. Creo que en realidad preferiría verlo de una sola. Hay demasiadas vidas metidas en este maldito espejo...


-FIN-


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(Nota: El primer fragmento de este relato NO es mío, me lo regalaron, para que empezase la historia).


Sábado, 31 de julio 2004