28/4/07

La casa blanca

En la distancia la casa blanca parecia una caja de zapatos, abandonada sobre la ladera parda, salpicada de matorrales prendidos como borlas amarillentas en una malla imperceptible. El camino trepaba bajo un sol cenital y abrasador, que aplastaba las lagartijas contra las pequeñas piedras de la senda, o las hacía correr como locas sobre las puntas de sus diminutas garras, hurtando el vientre del contacto con la sartén de piedra, a esconderse en las grietas del terreno, o bajo los arbustos.

A medida que te acercabas podías percibir las irregularidades de las paredes de cal y ver la puerta oscura que se abría, como una boca que bostezase adormilada al sol. En cuanto traspasabas la entrada el ambiente cambiaba, se tornaba umbría fresca, húmeda caricia, invitadora. Cruzabas las habitaciones en sombras, con la luz colándose a hurtadillas a través de las persianas de madera verde asomadas al patio, como si todos los ojos de la casa fuesen introspectivos y mirasen a su corazón y no hacia su piel.

El patio era un vergel, un oasis verde, un mundo aparte. Los azulejos al sol chispeaban sus flores esmaltadas, sus arabescos, sus geometrías estelares. El suelo acariciaba los pies descalzos, caliente bajo el sol y fresco allá donde las copas del limonero y el olivo dibujaban telas adamascadas, cruzándose con las líneas más oscuras de la pérgola y su cubierta de hiedra, buganvilla y biznagas.

Y la fuente. Un murmullo fluctuante, que tintineaba en una escala musical armónica cuando el agua se lanzaba en picado desde la vertical del surtidor contra el cuenco estrellado de la pileta, un octógono de mosaicos blancos, azules, verdes, un laberinto donde un pequeño hilo dorado, abandonado por una Ariadna ausente, buscaba la salida.

En el corazón de ese patio, donde latía la fuente y asombraban los árboles, Isabel se acomodaba en su sillón de enea, sosteniendo entre sus dedos largos la circunferencia de madera del bastidor y en ella dibujaba otros jardines, complicados y oníricos, donde las flores más exóticas convivían en poses imposibles con aves fantásticas, con dragones y peces dorados, con bocas habitadas por besos de caramelo.

Arrinconadas por algún manotazo del viento, entre hojas secas y vilanos polvorientos, aleteaban las hojas de papel marfil, sembradas de letras como patas de araña, azul royal, con su caligrafía tan peculiar, abierta y generosa, llena de ondas expansivas. La misma caligrafía que había llamado a mi buzón, poco tiempo antes, para invitarme a invadir su refugio, el patio-oasis que casi nunca abandonaba porque la vida se había acostumbrado a llegar y acomodarse en su regazo para dejarse acariciar y ya no tenía que salir a buscarla.

Sobre la mesa dormitaba la vieja pluma-fuente, y un libro de tapas cruzadas por diminutas cicatrices, un libro que mostraba señales de estar vivo, de ser acariciado con los dedos y los ojos. Y yo quise ser libro y no abandonar jamás las manos de Isabel. Las manos de color canela que acariciaban la seda, el papel y los pétalos.

Así llegué a la casa blanca y no deseé apartarme de su sombra fresca y fértil. Convertido en un árbol hambriento de aquella tierra oscura que me había prendido las raíces.



Miércoles, 6 de julio 2005