28/4/07

La pequeña

Ella vivía detrás de los barrotes de hierro forjado de un balcón, uno de tantos balcones del pequeño barrio de los pescadores, acotado entre el paréntesis de la mar y de la vía férrea que lo separaban de la gran ciudad.

Era una niña menuda, de rizos oscuros y sonrisa tímida. Se la podía ver, con el buen tiempo, sentada en aquel diminuto balcón, detrás de las macetas con geranios, jugando con sus muñecas, leyendo libros, dibujando sueños. Tenía su patio de juegos en aquel metro y medio cuadrado. Su horizonte era la mar a un extremo de la calle, casi invisible tras los edificios y el cielo azul sobre su cabeza.

Más abajo, en la calle, la chiquillería bullía todas las tardes. En aquel entonces el barrio era un pequeño pueblo. Las comadres se sentaban a la puerta de las casas bajas a chismorrear, mientras vigilaban a las bandadas de criaturas que correteaban alocadas al regreso de la escuela, entre el pan con chocolate de la merienda y el trueque de los últimos cromos para completar la colección. De vez en cuando, alguna vecina levantaba la mirada y la observaba. Sentada en su pequeña butaca de enea, con el libro en las manos, atisbando por encima de las hojas como jugaban los otros críos. Aquellos ojitos serios, algo tristes detrás de las gafas que la hacían parecer un diminuto mochuelo caído del nido, sobrevolaban los barrotes y se posaban a ras de suelo, para corretear detrás de los balones, saltar a la “comba” o jugar al escondite. Después, aparecía la mano de la madre y la llevaba hacia el interior, más allá de la luz del balcón. Hora de hacer los deberes. Hora de cenar. Hora de dormir. Hora de soñar.

La vi crecer detrás de aquellos barrotes forjados. Rodeada de sus libros, de sus cuadernos y con aquellos ojos curiosos intentando alcanzar la lejanía. A medida que se fue haciendo mayor alcanzó a extender el brazo hasta cruzar al otro lado de la calle y engarzar los dedos con los de otra niña, agrandando su horizonte hacia otro ser humano.

Ella vive así en mi memoria, pero la sueño fuera de aquellos barrotes, con sus delgados brazos abarcando todos los seres humanos que le anhelaban los ojos. Tocando todas las risas y rodeada de amor. Porque en este mundo a veces ocurren milagros, y los pequeños mochuelos se convierten en golondrinas, y todos los horizontes del mundo quedan a su alcance.

Sé que ella también lo habrá conseguido.



Lunes, 29 de diciembre 2003