28/4/07

Abril en Rojo

I - LAS CARTAS

Desde donde mi memoria alcanza a recordar nuestra vida pivotaba sobre las bisagras del pequeño buzón, anidado entre otros veintitrés idénticos, en la pared de la derecha del vestíbulo, junto a la garita del portero. Tres generaciones de mujeres sometidas por voluntad propia a la rutina de abrir la portezuela verde y escudriñar el interior, siempre anhelantes de hallar el aroma peculiar de las cartas de Jose Ramón.

Obviábamos cuanto no fuesen aquellos sobres abultados y cubiertos de sellos exóticos, manchados de grasa y abrazados de cordel. Para la abuela, como para mi madre, Jose Ramón era lo único que les quedaba de Álvaro, mi padrastro. Para mí, fue durante muchos años, solamente un paquete postal con olor de aventura.

Yo era un bebé cuando mi madre y Álvaro, veinte años mayor que ella, se casaron, y no había cumplido los cuatro cuando mi padrastro, hundido por alguna miseria íntima o pública de la que nadie consideró oportuno dar razones a una niña tan pequeña, se descerrajó un tiro en el cielo de la boca. Muy afectada por semejante desgracia, su madre, la abuela Helena, se vino a vivir con nosotras, pero su nieto Jose Ramón, mi hermanastro, hijo de un matrimonio anterior de Álvaro y que por entonces debía tener unos veintitrés años, se embarcó en un carguero rumbo a Guinea y desapareció. A partir de entonces, todo cuanto supimos de él se limitó a una colección de cuentos de aventuras e historias plagadas de fantasías acerca de las maravillas de aquella tierra extraña y tan ajena, que nos transmitían sus cartas.

Los días en que llegaban eran especiales. El ritual comenzaba con nosotras tres sentadas alrededor de la mesa camilla: la abuela se acomodaba en su sillón de enea, de respaldo alto, como una reina madre, mientras yo iba a buscar el viejo Atlas, donde seguía con la mirada las huellas de su nieto sobre el mapa africano, un inexacto mosaico de cuadritos de colores; mientras mi madre esperaba a que todo estuviese dispuesto, como una peculiar sacerdotisa, antes de comenzar a deshacer los pequeños nudos con parsimonia y meticulosidad y despegar la solapa del sobrescrito, vaciando con cuidado su dispar y variopinto contenido sobre la mesa. Eran unas cartas atípicas, escritas sobre cualquier trozo de papel: etiquetas, servilletas, retales de papel de embalar o envoltorios de cigarrillos cuidadosamente desplegados y, en muchas ocasiones, sobre todo para los cumpleaños de la abuela o de mamá, incluían ejemplares desecados de plantas exóticas, pequeños trozos de cueros de animales o incluso pequeñas piedras de colores. Enviaba trozos de África, y nosotras los armábamos, como un rompecabezas, para reconstruir al hombre ausente.

Una carta tras otra, los años transcurrieron y nuestras vidas se instalaron en una placidez gris, solo quebrada cuando la caligrafía estilizada y personal del hombre ausente atravesaba la puerta del buzón. Así, llegó mi decimoctavo cumpleaños, y la última carta de mi hermanastro, que incluía, paradójicamente, un regalo para mí. El primero que me hacía: un collar de cuero trenzado, con cuentas de cristal y plumas de un intenso e iridiscente azul.

Abril de 1994 se despedía en el fuego de un atardecer rojo y, aunque yo todavía lo ignoraba, mi infancia y mi adolescencia lo hacían también.


II - LLUVIA ROJA

La vieja guerra se había recrudecido en los últimos tiempos. En la casa de Nyamata, Jose Ramón -míster Joseph para la gente del lugar- preparaba su mochila para emprender viaje hasta Kigali, la capital, a escasos treinta kilómetros. Había dejado muchas cosas pendientes, siempre esperando un día oportuno, pero ya no podía esperar más. En África el tiempo no se movía de la misma manera que en Europa, y él se había vuelto perezoso. Ahora, por alguna extraña razón sentía que, si no se apresuraba, sería demasiado tarde.

El día anterior había enviado un sobre con destino a Madrid. Esperaba que quince días fuesen suficientes para que Martina recibiese su regalo de cumpleaños a tiempo. A juzgar por las fotos que le había enviado Eva, se había convertido en una guapa muchacha, aunque parecía demasiado seria para su edad. Contempló el rostro despejado, inteligente... excesivamente parecido al suyo como para no sentir el aguijonazo del pasado rondándole de nuevo. Sí, a excepción de los brillantes ojos verdes, heredados de su madre, Martina era su vivo retrato.

Sacudió la cabeza y regresó al presente. Había otras cosas en las que pensar, entre ellas el aumento de la ferocidad de algunos hutus. La gente tenía miedo y cada vez era más arriesgado emprender viaje a causa de la amenaza constante de los interahamwe, que se volvían más y más atrevidos por horas.

Terminó de empacar y se puso en camino. Pero antes de llegar a la carretera, le alcanzó el pequeño Baltazhar M'rungaya.

- ¡Corra Míster Joseph! ¡Llegan los interahamwe! ¡Escóndase!

- ¿Que dices Baltazhar! ¿Donde está tu madre? ¿y tus hermanos?

- Están todos en la iglesia. Yo voy a buscar al abuelo y llevarlo con ellos.

- ¡Nada de eso! ¡Corre ahora mismo a la iglesia con tu familia, yo me ocuparé de llevar a tu abuelo hasta allí!

Obediente, el muchacho dió media vuelta, mientras Jose Ramón cargaba su mochila y se ponía en marcha hacia la casa de los M'rungaya. Pero a mitad de camino encontró una turba de hutus armados de mazas, machetes y lanzas, que avanzaban destrozando a todos aquellos que les hacían frente, y acorralando a los que pretendían huir. Una vez y otra los machetes se abatían sobre los cuerpos de hombres, mujeres y niños, sin piedad. Un río de sangre recorría las calles, empapando todo en un barro viscoso y rojo. Le sobresaltó una mano sobre su hombro.

- ¡Míster, no se quede ahí, venga adentro!

Contempló la piel oscura de la mujer que tiraba de él. Era Thérèse, una de las hijas mayores de su vecino, casada con un hutu. Al ver que no caminaba, la mujer le instó a apresurarse.

- ¡Vamos, míster! ¡No vendrán a mi casa, solo buscan a los tutsis!. ¡Ethienne le esconderá en nuestro granero!

- Gracias Thérèse, pero tengo que ir a buscar al abuelo M'rungaya, se lo prometí a Balthazar.

- No diga tonterías, míster. El abuelo M'rungaya ya no existe... vi a los interahamwe entrar en la casa. Dentro de poco no quedará nadie.

Supo que la mujer tenía razón. Sin embargo, le costaba decidirse... pero no tuvo oportunidad de pensar en ello mucho más. Al volver la esquina, se vieron arrastrados por una multitud que huía, empujada a machetazos por varias decenas de hutus. Atrapados contra un muro que cerraba el paso, los sepultó la gente que caía abatida, bajo el brutal y sangriento ataque.

Llovía sangre. Una lluvia roja que iba a empapar aquella tierra durante meses.



III - EL FILO DE LA VERDAD

La última carta de Jose Ramón había llegado cinco años antes de un lugar llamado Nyamata. Nada en ella permitía ubicarle con exactitud, ni reflejaba un paisaje humano. Parecía como si habitase en una burbuja de cristal; un Robinson autosuficiente en su particular utopía. Pero a partir de entonces, ninguna otra carta apareció en el buzón. Yo ya no era una niña, y me negaba a dejarme arrastrar por la ceguera de mi madre y mi abuela. El continente de las cartas de Jose Ramón no existía. Eran solo cuentos para niños. Los documentales, los noticieros, los libros que buscaba y leía enfebrecida, reflejaban un mundo totalmente diferente.

Así fue como un día decidí buscar la forma de tratar de dar con él. Ya había pasado el tiempo de dejarse llevar. Yo no tenía ni idea de como ponerme en marcha pero, como dice un viejo refrán swahili: "Donde hay un deseo, hay un camino". Yo quería saber de mi hermanastro, y encontraría la forma de conseguirlo.

Fue un camino largo y desesperante. Mi encuentro con África me impactó como nada lo había hecho antes en mi corta vida, y dudo que nada lo haga jamás. Me costó más de seis meses de fatigas y desesperación llegar hasta Kigali, y en algún momento pensé que jamás lo conseguiría. Finalmente, un grupo de Médicos sin Fronteras me ayudó a conseguir mi propósito. David Sommers, uno de auxiliares, se ofreció, incluso, a acompañarme hasta Nyamata.

- Es un lugar deprimente, Martina. Mucha gente murió aquí. Los masacraron por todas partes, pero sobre todo en la iglesia. En dos días tan solo asesinaron allí a más de 5.000 tutsis. Todavía se pueden ver los huesos, que nadie ha enterrado.

- Lo sé, David. Pero tengo que intentar dar con él.

Recorrí un montón de lugares sin encontrar a nadie que me diese razón de aquel español loco. Hasta que, al entrar en una pequeña tienda de las afueras a comprar algo de fruta para comer, la mujer que atendía salió desde la oscuridad del fondo, como si hubiese visto un fantasma, y se precipitó sobre mí, con un chorreo de palabras incomprensibles. Fue David quien intentó traducirme a duras penas lo que la mujer barbotaba.

- Dice que te conoce, que te ha visto antes...

- Eso es imposible, David.

- Bueno, es lo que está diciendo... tal vez sea que te pareces a alguien. Jose Ramón y tú sois hermanos ¿no es eso?

- Sí, pero no podemos parecernos en nada, no somos hermanos de sangre, sino solo hermanastros. Mi madre y su padre se casaron cuando ya habíamos nacido nosotros. Además, Jose Ramón es mucho mayor que yo.

Sin embargo, la mujer no dejaba de parlotear, y tirar de mi hacia la trastienda.

- Dice que tiene algo que enseñarte, Martina. Una cosa que le dejaron para ti.

- Pregúntale si conoce a Jose Ramón Lafont...

No había nada que perder por intentarlo, pero David ni siquiera llegó a preguntar. Nada más oír el nombre, la mujer asintió, mientras seguía halando de mí hacia el interior. Esta vez, alcancé a entender un nombre entre aquel ininteligible parloteo: "míster Joseph".

La seguí. Atravesando una puerta trasera me condujo fuera del edificio, hasta una casa baja, con un pequeño vallado. Entró y reapareció con un pequeño bulto envuelto en tela, que me ofreció, indicándome por señas que lo abriese.

Contenía un pequeño diario de tapas negras. En la primera hoja, escrito con la conocida caligrafía de Jose Ramón, se podía leer:

Para Martina, de su padre, por si algún día desea conocer la verdad.

Ella cruzó unas palabras con David, mientras señalaba hacia un montículo de tierra, al pie de un árbol.

- Dice que él murió hace cinco meses, Martina. Ella le cuidó hasta el final, porque gracias a que él la cubrió con su cuerpo pudo salvar la vida. Y él le dejó encargado que, si alguna vez alguien aparecía preguntando por él, le entregase ese diario. Le enterraron allí, bajo aquel árbol.

Miré a la mujer, intentando sacudirme el dolor que había caído sobre mí de repente. Y supe que, durante los próximos meses, como poco, aquella casa sería mi hogar. Tenía muchas, muchas cosas que aprender sobre mi padre.


Sábado, 31 de Julio 2004