28/4/07

La gitana

Mayo, en Córdoba, es un mes muy hermoso. O acaso sea que Córdoba, de por sí siempre bella, alcanza su apogeo precisamente en esa época. La primavera le sienta bien: la perfuma, la baña de rocío, la engalana como a una novia, con el blanco azahar de los naranjos y la pasión roja de las buganvillas, que se precipitan sobre sus muros de cal, incendiándolos.

En las madrugadas cordobesas de Mayo el rosicler tiñe el aire de dulzura. Bandadas de golondrinas cortan el silencio, llamando al sol, mientras las palomas baten sus alas de nieve como abanicos contra el límpido azul. De “las Cruces” a “los Patios” y la Feria. Mayo en Córdoba embriaga y altera los sentidos.

Tal vez fue precisamente eso lo que me sucedió. Iba borracha de belleza, disociada de la realidad, apenas enhebrada a mi espalda con un hilo de sombra. Me veía charlar animadamente con mi acompañante, una muchacha rubia, mientras atravesábamos la Judería, en dirección a la Mezquita.

Al alcanzar la plaza la escena que se desarrollaba ante mis ojos capturó mi atención. El Sol, alto ya, iluminaba una multitud que se arremolinaba alrededor de los muros para desaparecer tras ellos, como olas tornasoladas rompiendo contra un acantilado de piedra, siglo tras siglo, un mar eterno de gotas perecederas.

Fue entonces cuando aparecieron las gitanas: Morenas, enlutadas, el negro de sus ojos parecía beberse la luz. Mi compañera había seguido avanzando, mientras que yo me había quedado atrás, envuelta en una intangible cadena de aire.

La más joven, una mujer alta y corpulenta, tendía hacia mí sus manos, ofreciendo leerme la buenaventura. Cerré los puños en un movimiento convulso, hasta clavarme las uñas en las palmas. No tenía intención de consentir que me enredasen en una farsa de feriantes sobre maravillosos viajes, ni futuros llenos de falsos amores de papel y copla. Mi consciencia envolvía mi cuerpo en un abrazo protector, mientras las gitanas revoloteaban alrededor, como una bandada de mirlos oscuros.

Observé cerrarse los dedos de la gitana alrededor de mis muñecas, morenos contra mi piel pálida. Una nube de palomas blancas levantó el vuelo y, en el calor del mediodía que caía a plomo sobre los adoquines, reverberaron las notas de las campanas de la catedral, llamando al Ángelus con su voz de bronce:

El Ángel del Señor anunció a María...

La palma de mi mano izquierda se abrió, lentamente, acunada entre los dedos de la gitana, que recorrió sus irregularidades con el pulgar. La oí murmurar algo parecido a una plegaria, al tiempo que deslizaba la mirada hacia la palma de mi mano derecha, floja y tendida hacia el cielo, como un cuenco que esperase recibir una dádiva.

Dios te salve, María, llena eres de...


La gitana se echó hacia atrás y, soltando mi mano izquierda, se santiguó rápidamente.

¡Jesús bendito!¡Cuanta pena!... espera... espera... no te muevas ahora, déjame ver...

Un momento después sus palmas se cerraron cubriendo mis manos, como las tapas oscuras de un libro. Se acercó hasta casi rozar mi rostro y murmuró unas palabras a mi oído.

Las otras gitanas permanecían alrededor, expectantes y silenciosas. Una de ellas tendió un puñado de ramitas de romero, que fueron a parar entre mis dedos.

La gitana me soltó, al tiempo que otra, mucho más vieja, se adelantaba:

Tiene que...

Deje usté, madre... vámonos de aquí.

Se apartaron, abriéndome paso por fin. Al otro lado de sus sombras, una muchacha rubia me esperaba, sin entender bien lo que ocurría.

Recuerda lo que te he dicho, paya... y no olvides tener siempre romero contigo.

¿Estás bien? -la joven voz, preguntaba, algo inquieta.

Sí, claro, por supuesto...

Parpadeé, en la luz. Otros amigos nos esperaban para recorrer la ciudad. Había poco tiempo, y mucho que ver... mucho que vivir. Pero, en el fondo de mi mente, como un atanor, las palabras de la gitana seguían resonando.

Todavía lo hacen hoy.


Viernes, 16 de Abril 2004