28/4/07

Cuentos del Molino de Papel

En cierto paraje del Valle del Tiétar, en las estribaciones de la Sierra de Gredos, existe un lugar que fue tiempo atrás tierra de molinos de papel. A lo largo del "río de los molinos" como se conoce por allí la Garganta de Santa María, se ubicaban cuatro de ellos, que terminaron en poder de los frailes del Monasterio del Escorial, y proveían a la Casa Real. Hoy solo quedan los restos de piedra, y una extraña casa, entre ellos, que aparece y desaparece a voluntad de su ocupante, sin que nadie sepa de su historia o su nombre.

Puedes andar por la ladera, entre los pinares, y dar de pronto con sus muros de piedra y su portón de madera, o buscarla todo el día sin conseguir dar con la cancela que valla el acceso. Todo depende, en realidad, de lo que andes buscando.

La primera vez que la encontré llovía. No iba buscando refugio. Me complacía la lluvia empapándome; una ducha gigantesca capaz de arrastrar todas las angustias que llevaba a cuestas.

Apareció en la puerta una mujer menuda, con el cabello blanco revoloteándole alrededor de la cabeza como una nube de uso privado. Llevaba un enorme paraguas rojo y un impermeable de plástico azul con flores también rojas. Cuando me invitó a pasar y secarme estuve tentada de rehúsar cortesmente, pero mis pies parecieron obrar por cuenta propia y cruzaron el umbral antes de que pudiera reaccionar.

Inexplicablemente, la casa era mucho más amplia en su interior de lo que parecía desde fuera. En el hogar de piedra lucía un fuego brillante, y un trébede cercano sostenía una marmita en la que humeaba un guiso. Sin saber cómo, me encontré envuelta en una toalla blanca y esponjosa, con un reconfortante tazón de hierbas entre las manos, mientras mi ropa reposaba en una hilera ordenada frente al fuego, secándose.

- Muchas gracias -conseguí murmurar.

- ¡Oh! Vaya... de nada, mujer. Lo necesitabas ¿no?. Pues no hay más que hablar.

Se había quitado el impermeable y trasteaba arriba y abajo de la sala, sacudiendo con suavidad las hojas de viejos libros encuadernados en cuero. Los ojillos, brillantes como los guijarros pulidos del fondo del río, me contemplaban entre divertidos y curiosos. Sus manos, blancas y pequeñas, no paraban quietas.

- Mantente siempre ocupada -me espetó- es importante.

Mientras bebía las hierbas, paseé la mirada por el cuarto. Centenares de papeles, grandes y pequeños, blancos y de colorines, aparecían colgados por todas partes: vitrinas, lámparas, espejos, enredados en ristras desde los techos, en los visillos. Los observé con curiosidad. Oscilaban, como movidos por una brisa inexistente, como cientos de alas de mariposas revoloteando por la habitación.

- Son tus cuentos. -me indicó la mujer, sobresaltándome.

- ¿Qué? ¿Cómo dice?

- Digo que son tus cuentos, tus poemas, tus historias. -repitió, y chasqueó ligeramente la lengua al ver mi cara de asombro.

- ¡Oh! ¡Vamos! ¡No te quedes mirando con esa cara de boba...!

- Es que yo... yo no escribo ¿sabe?. Además, ¿como van a ser mis cuentos? Están aquí. En todo caso, serán suyos...

- Vaya. Que lista eres. Se nota que estás llena de prejuicios ¿eh?. Por supuesto que son tus cuentos. Eso es lo que venías buscando. Si no fuera así, no estarían ahí. Y debo añadir que me has puesto la casa perdida de papeles. Tendrás que hacer algo con ellos, mejor pronto que tarde. Aquí viene mucha gente buscando sus razones y su camino, y no es plan que tus cuentos anden revoloteando por toda la casa mientras las encuentran. Así que será mejor que te seques bien de tanta lluvia, te calientes las tripas y empieces con tu tarea.

No voy a negar que me costó trabajo reaccionar. Tendí la mano hacia uno de los papeles, uno pequeñito, prendido de una lámpara de sobremesa. Era un poemilla absurdo, gracioso como un duende, que se escabulló de mis dedos y salió volando hacia el techo.

- Veo que eres un rato desordenada. En fin, sea como sea, empieza de una vez. No hace falta que te los lleves todos hoy, ya irás viniendo a recogerlos poco a poco... intenta empezar por los más viejos, se están deshilachando por los bordes. Vamos, unos cuantos hoy, otros pocos dentro de unos días. Y vístete, o pillarás una pulmonía.

Todavía no sé cómo, pero me encontré vestida y en la cancela en un decir amén, sosteniendo en mis manos un puñado de papeles y el paraguas rojo. Pero ya no llovía. Un tímido sol comenzaba a asomar entre las copas de los árboles, haciendo brillar los charcos que salpicaban el camino embarrado.

Cuando me dí la vuelta para despedirme, ni la casa ni su propietaria estaban allí.

Tengo los cuentos.






(Lunes, 27 de Octubre de 2003)